Al otro lado del espejo. Parte 8.

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Dimas aparcó el taxi y apagó el motor. Había prolongado su turno aprovechando la necesidad de cubrir las bajas que tenía la empresa ahora mismo y después se había pasado a recoger un par de encargos que tenía pendientes. En realidad, no necesitaba el dinero, pero sí distraerse de lo que le aguardaba en casa cada día. Se conectó desde el móvil a la cámara del pasillo de su domicilio y verificó que todo andaba igual. La cámara tenía sensor de movimiento y le habría enviado un aviso en caso de detectar algo fuera de lo normal. La segunda cámara dentro de la habitación, mostraba también lo esperado. El resto, más de lo mismo. Se masajeó las sienes en vano. El dolor de cabeza parecía no remitir nunca y ya había renunciado a tomar ningún medicamento. Solo le provocaban ardores de estómago.

Bajó del coche y se dirigió a la parte posterior. Cuando se aseguró de que era el único que se encontraba en la cochera comunitaria, abrió el maletero y sacó unas enormes cizallas de corte y una linterna. Caminó con rapidez en dirección al trastero y cortó el candado que había colocado en la puerta. Se introdujo de inmediato y cerró la puerta. Si lo que había observado eran solo aprensiones suyas, no quería que lo pillaran allanando las propiedades de los vecinos.

Encendió la linterna, no quería usar la luz del trastero porque sería muy visible desde fuera. Este tendría unos cuatro metros por dos, pero estaba lleno de todo tipo de objetos y no demasiado ordenado. Miró el suelo. Había restos de mudas de cucaracha y lo que parecían algunas larvas de mosca muertas y resecas. Avanzó por el estrecho pasillo que quedaba entre los estantes y los botes de pintura y material de obra, que se apilaban en la entrada del mismo. Una motocicleta antigua marca Bultaco, cubierta a medias con una lona, descansaba apoyada contra los estantes. Después había una pila de muebles que llegaba hasta el techo. Con sofás y sillas amontonados como en una loca partida de Tetris. Se fijó en el suelo, el polvo parecía removido desde la entrada hasta ese punto.

«Esto lo han barrido», pensó, buscando a su alrededor con la linterna. Además, quedaba un resto de olor en el aire, como a insecticida. Le llamaron la atención dos palos que surgían de una enorme bolsa de basura situada a continuación de los estantes, así que la abrió con precaución. Ahogó una imprecación. El interior estaba lleno de insectos y gusanos que llevaban mucho tiempo muertos y en descomposición. Entre ellos asomaban varios botes de insecticida y cebos de cucarachas. La escoba y el recogedor estaban dentro también.

—No puede ser, maldita sea —murmuró, agachándose a mirar por debajo de los muebles apilados. La luz de la linterna mostraba gran cantidad de restos de insectos diseminados por el suelo.

Apoyó la linterna en el estante para que le iluminara mientras apartaba los muebles. Había conseguido sacar un par de sillas de la parte superior cuando oyó el motor de un vehículo. Apagó la linterna y se asomó a través de la rejilla de metal de la puerta.

La del segundo B, que llegaba de hacer la compra. La observó caminando hacia el ascensor, cargada con las bolsas del supermercado. En cuanto se cerró la puerta del ascensor detrás de la mujer, Dimas corrió de nuevo a continuar con el desplazamiento de muebles. Le llevó un rato hacer suficiente hueco en la parte superior. En el trastero no había sitio apenas para moverse, y encima tenía que evitar hacer demasiado ruido, así que tuvo que conformarse con una apertura que le permitiese asomarse al otro lado.

«Debe quedar un espacio aproximado de un metro ahí detrás», calculó mientras acercaba una de las sillas retiradas para subirse.

—Me cago en San Pedro, me voy a herniar aquí —Se le escapó en tono más alto de lo que pretendía. Se quedó quieto un momento, por si se acercaba alguien que hubiera podido oírlo. Estaba sudando como un gorrino y el corazón le aporreaba en el pecho, pero no vino nadie.

Resoplando, intentó introducir su oronda figura por el espacio creado, sintiendo que la pila de muebles crujía bajo la presión de su peso. Logró asomar la cabeza al otro lado y, tras mucho retorcerse, pasó el brazo con la linterna en la mano. Iluminó el rincón restante y lo primero que advirtió fue el tremendo agujero que había en el suelo, excavado a través del cemento no sabía de qué manera. Lo segundo, otras dos enormes bolsas de basura. Se retorció y estiró cuanto pudo hasta que, usando la linterna, consiguió acercar uno de los extremos sueltos de la bolsa más próxima y estiró de ella. Por un segundo, parte del contenido quedó a la vista y Dimas retrocedió de golpe, perdiendo el equilibrio y cayendo con dureza al suelo. Le dolió, pero no tanto como el hallazgo. Había guardado la esperanza de estar equivocado hasta el último momento. Se sentó y apoyó la cabeza en el estante, mirando al vacío.

Se quedó allí un rato, intentando asimilar lo que había encontrado. Las cosas estaban bastante peor de lo que imaginaba y llegado a este punto, no podía continuar solo.


Morir Otra Vez Edición DefinitivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora