Despertares y esperanzas. Parte 3.

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Kaleb observaba con detenimiento la silenciosa expansión de la burbuja a lo largo y ancho de la ciudad. Pronto entraría en contacto con las salvaguardas que durante tanto tiempo había ido tejiendo alrededor de la misma en previsión de que llegara un día como este. Si todo funcionaba bien, conseguiría captar y acumular la energía resultante y evitar que su valioso don se desvaneciera en la atmósfera, hasta diluirse en ella sin remedio. Como atrapar una única gota de agua de rocío en medio del desierto... Pero era eso o nada.

Los siglos le habían enseñado a ser menos exigente con lo que deseaba. Las decepciones resultaban más llevaderas de esta forma.

Los copos de nieve se iban acumulando con pereza sobre el tejado y la gigantesca antena de telecomunicaciones que se alzaba sobre la cima del edificio. Decidió trepar hasta el extremo superior para obtener un mayor rango de visión, pero la pequeña pixie decidió que ya tenía suficiente de aquel aire invernal y se refugió en un nido de golondrinas abandonado, situado un par de pisos más abajo.

De pie en la cúspide, Kaleb hizo un gesto y a sus ojos se reveló un gigantesco entramado de diseños concéntricos y símbolos que refulgían como oro rojo por las calles de la población.

Algunos diseños eran diminutos e inapreciables. Otros cubrían edificios enteros como neones incandescentes que iluminaban la oscuridad. Se extendían por todas partes a donde llegaba la vista y más allá, en un círculo perfecto que abarcaba toda la población y parte de la periferia.

Y todos convergían en el edificio donde Kaleb aguardaba, una perfecta aguja carmesí clavada en el corazón de la ciudad.

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Brian oía los pasos apresurados de Eneas y el resto alejándose tras de él, y tenía la vaga sensación de percibir su presencia difuminándose en la distancia como pequeñas chispas de «¿consciencia?». Daba igual, porque pronto tendría encima a aquellas enormes criaturas y, con sinceridad, no tenía nada claro cómo afrontarlas. Contempló de reojo el cuerpo incinerado del roedor y trató de reproducir en su interior la sensación que había tenido al descargar semejante torrente de energía. Se había sentido exultante e invencible durante un segundo, para después notar como le invadía el agotamiento y la cabeza se le embotaba de forma repentina.

Algo había hecho «clic» en su cabeza cuando había visto emerger a las tres moles del agua unas horas antes:

Llevaba unos segundos contemplando la superficie revuelta e insalubre, como esperando algo. Y ahí estaban unas fauces descomunales que se abrían mucho más allá de lo que cualquier criatura viva pudiera hacer de forma natural. Sintió su odio y su rabia y se dio cuenta de que, de alguna manera, las estaba esperando.

Pese a la sensación de angustia, miedo e incertidumbre que predominaban en su interior, de ir de sorpresa en sorpresa, de problema en problema, por debajo de todo ello, tenía una sensación de «Déjà Vu», de que todo aquello era, de alguna forma, familiar.

En ese momento sintió su mano firme sobre la jabalina y una parte de su consciencia se deslizó hacia el interior de la misma, derramándose y haciéndola refulgir con fuego blanco. Ni siquiera se sintió demasiado sorprendido; estaba contando los segundos. «La más rápida saltará sobre mí para llegar a estos tíos; son el foco de su inquina», le había llegado la imagen de cómo iba a ser.

Alzó la jabalina relampagueante sobre sí, como quien toma impulso para cortar un leño y se agachó a su paso, abriendo al animal en canal cuando pasaba sobre él, carbonizando su vientre abierto. No hubo intestinos derramándose ni casquería, solo ratas abrasadas que se desprendían del cuerpo mientras intentaban cerrar la herida, expulsando a los miembros muertos o demasiado dañados.

Morir Otra Vez Edición DefinitivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora