III

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17 de agosto, 2009.


Tengo los ojos rojos de haber pasado toda la noche llorando sobre la almohada.

Pero el sol me ha sonreído nuevamente, y es hora de correr las cortinas. Porque no puedo ponerle esta cara a un nuevo amanecer.

Así que me lavaré la cara y justificaré el color de mis ojos con mentiras y sonrisa.  

He quedado con Ross en su casa, ella es a la única que puedo llamar amiga, porque siempre, desde que nos conocimos -hace 7 años-, ha estado en mis peores momentos y me ha soportado también. Y eso es lo que hacen los verdaderos amigos: soportar el infierno del otro y aún así quedarse, sabiendo que podrías quemarte. 

(Después)

Ross se ha teñido el pelo de morado y por poco me da un infarto al verla con ese color bronceado veraniego que se carga encima. Luce preciosa.

¡Cuánto ha cambiado desde la última vez que nos vimos!

Me habló sobre lo preciosa que es California, de los chicos, del clima, de las palmeras altas, de Los Ángeles, de la playa, de todo.

Escuchamos música, le dijimos "vete de aquí, gilipollas" a su hermano, mientras soltábamos una risa que, por poco, se escucha por todos los rincones de aquella gran casa. Que de por sí, me encanta, está pintada totalmente de blanco -es como estar en una nube-.

Comimos en la mesa con sus padres, por un momento abarrotó el silencio aquel espacio, mientras Ross y yo nos hablábamos a miradas. Nunca nos gustó hablar enfrente de nuestros padres, es como nuestro pequeño lema: "hablamos sobre aquellas cosas cuando sólo estemos las dos, solas".

Las clases también comenzarían en unas semanas, y como siempre: un verano para mí significa estar todo el día en casa, comiendo palominas, helado y viendo series y películas.

Ross me enseñó el tatuaje que tenía ganas de hacerse. Es rara, al igual que yo, me imagino que por eso nos llevamos tan bien.

El Diario de AnnalisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora