XXXIII

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28 de noviembre, 2009.


Las luces se apagan, la noche se enciende, las estrellas aparecen, la magia entra por la ventana, la brisa choca contra mi cara y me da por pensar en lo terrible que sería la vida si no lo hubiese conocido: sería el mismo dilema de siempre, resúmenes de llanto, frío y dolor. Qué mala combinación. 

Me llama por teléfono y me dice que nos echa de menos juntos, —a pesar de que nos vimos esta tarde—.

Me asomo por el borde de la ventana.

Está ahí, parado, con una sudadera gris.

Tiene en sus manos un cartel que dice:

Baja, vamos a ver dormir a la ciudad.

Bajo rápidamente, trato la manera posible de no hacer tanto ruido para no despertar a nadie.

Yo sólo quiero que conduzca, a cualquier sitio, pero con él. Me gusta verle tan serio mientras lleva las manos en el volante, y yo me quedo pensativa pensando que él ha sido la forma de disculparse de la vida conmigo.

—Te amo —le susurro.

Y él sonríe.

Llegamos, el viaje no pareció tan largo.

Nos sentamos, y pongo mi cabeza en su hombro.

Mis dedos se deslizan por su fría y tan herida piel.

Me besa las cicatrices de mis muñecas.

Somos dos adolescentes grises, con mentes perdidas y la mirada sobre el infinito. Nos dejamos llevar como un barco sin capitán a bordo.


El Diario de AnnalisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora