XVII: Apuntes finales

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2 de septiembre del año 2042.

El viaje desde donde nos encontrábamos hasta el mercado de esclavos duró varios días; varios torturantes días en los que recibíamos agua y comida con cuentagotas y en los que mi salud se resintió un poco más. Al llegar al mercado de esclavos, un espacio que se encontraba en un rincón de la ciudad y estaba completamente sembrado de jaulas, soldados y esclavos, se nos fueron requisadas las pertenencias, es decir, las mochilas con todo lo que contenían dentro. 

Suerte fue que llevara mi cuaderno dentro de la ropa, a cuestas, lo que era molesto y suponía un esfuerzo adicional, pero no podía desprenderme de él. Antes de nada pasamos por una recepción, una pequeña caseta donde se guardaban y entregaban todas las cosas que había pertenecido una vez a los esclavos. Tras esto desfilamos entre algunas jaulas, dispuestas por filas, en las cuales dentro se apiñaban una cantidad variable de esclavos con ropas harapientas, desnutridos, taciturnos y con la cabeza gacha, hasta llegar a la nuestra. Aquellas jaulas, ciertamente espaciosas y conformados por barrotes con muestras de óxido y de antigüedad, tenían pinta de ser las mismas que yo había visto alguna vez, sobre todo en fotos, en las que se retenía a animales. 

Así nos consideraban ahora los soldados, burócratas y ciudadanos del Mercado, la Confederación y el Amanecer que trapicheaban con nosotros: animales de compra y venta, nada más. Al término de la tercera fila de jaulas se encontraba la que sería nuestra. La abrieron y, sin avisarnos de que el suelo presentaba trozos de una botella de cristal que había sido arrojada al suelo y que esparcía sus cristales por buena parte de la jaula, y nos echaron a ella, cerraron la jaula con llave y a partir de ese momento no veríamos más la luz del sol, ni los paisajes de la ciudad, ni a nuestras familias, ya no viviríamos como humanos, como seres humanos con dignidad y honor, no, de eso ya no teníamos ni Friedrich ni yo. Me coloqué un rincón, junto a los cristales de la botella, y no dije nada durante días y semanas. 

No los conté, pero tampoco me hacía falta, no, ya no me hacía falta contar el tiempo. Durante el día aparecían por al lado algunos guardias y soldados que nos vigilaban, sacaban esclavos —que alguien había comprado— de sus celdas, e incluso sacaban a alguno para burlarse de él, pegarle o humillarlo frente a sus compañeros para pasar el rato, a lo cual ningún esclavo rechistaba ni expresaba nada, solo cerraba los ojos, no decía nada y aguantaba los golpes con la entereza propia de un estoico que sabe que esto debe ser así y que ya vendrán tiempos mejores. Recibíamos un trozo de pan duro y un cuenco de agua que, en mi opinión, parecía ser más sucia que la que pudieran sacar de un vulgar charco en medio de la ciudad, pero no había otra así que la bebíamos y si moríamos al menos dejábamos de ser esclavos y de sufrir. 

Las noches eran totalmente diferentes. De algunos pequeños faroles de luces mortecinas que colgaban de determinadas jaulas, se iluminaban las filas, los pasillos y todo se encontraba embriagado de un olor a humedad, suciedad, necesidades humanas, soledad, muerte y depresión. Apenas había soldados por la noche vigilando. En su lugar se oían gritos, voces, ruidos de vasos y blasfemias procedentes de un pequeño edificio retirado de las filas de jaulas y que parecía ser un antiguo bar. Creía que ahí se emborrachaban, gritaban, se peleaban y perdían el tiempo todos los soldados, aunque ellos me daban igual. 

Aprovechaba aquellas noches para sacar el cuaderno, sudoroso y arrugado en su tapa y contraportada, para escribir todo lo que me quedaba de mi camino y viaje con la exigua tinta de mi fiel bolígrafo que me había acompañado desde el principio. Aún llevaba en mi bolsillo aquel bolígrafo nuevo que cogí en el centro de investigación y pronto le daría uso. Solo hablaba con mi cuaderno, solo escribía hasta que mis ojos, hastíos de ser forzados debido a la poca luz con la que lo hacía, querían cerrarse y descansar. Entonces lo que hacía era guardar el bolígrafo dentro del cuaderno, de forma que no se moviera y luego el cuaderno dentro de mi ropa. 

El camino de IvánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora