capítulo 4

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     Tenemos una frontera,  por decirlo de alguna manera; un área de exclusividad que alguien le vendió a D

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Tenemos una frontera, por decirlo de alguna manera; un área de exclusividad que alguien le vendió a D. Zaragoza. Mi patrón no quiso decirme los límites precisos ni a qué obedecían estos. Tan solo me pidió que no hiciera negocios más allá de la ciudad de Campeche.

Entre Campeche y Tabasco, en un año, compré más de treinta propiedades. Todas al amparo de una empresa: Ceprodes. El Centro de Proyección y Desarrollo no era más que un laberinto de promesas de contratos y ventas, actas constitutivas enmarañadas, clientes y proveedores que terminaban siendo yo mismo. Si tuviera que dar una definición más comercial de lo que hacíamos lo resumiría en agricultura y agroquímicos. Aunque si dijera que se trataba de financiamiento no estaría tan equivocado.

Por indicaciones de Zaragoza, varios de los ranchos de Tabasco tenían que estar parcialmente inundados, o terminar frecuentemente bajo el agua; tener acceso a caudalosos ríos, contar con represas y, de preferencia, estar al nivel del mar.

Si al principio fueron los borregos el asunto extraño, ahora lo que más me inquietaba eran ciertos detalles lógicos de las modificaciones. Como si se tratara de fábricas clandestinas tenía que dejar preparadas las fincas con cisternas, calderas, laboratorios; se me pedían planchas de concreto o de acero inoxidable, vigas con ganchos como si fueran a mover toneladas de reses. En tres ocasiones construí, desde los cimientos, especies de cárceles con medidas de seguridad que jamás imaginé.

D. Zaragoza "se dignó" a ir a Tabasco. Quería supervisar con lupa los trabajos. "Esto es para el mero-mero... No te imaginas la cantidad que pagó." Claro que lo sospechaba. Si mi jefe se lamía las manos es por que se trataba de un negocio que representaría muchos ceros nadando en los estados de cuenta venidos de Alemania, Bahamas y Japón. Las adecuaciones mayores ya no estarían a mi cargo, para eso traía a un equipo complementario. Sus propios ingenieros y técnicos, algunos mafiosos que había logrado robarle a hombres importantes.


De vez en cuando, para los detalles finos, el coyotero tiene -muy a su pesar- que acercarse a esas divas especializadas de la ingeniería del crimen. A regañadientes "se humilla" poniéndose en la lista de espera de un ingeniero francés, único hombre en el mundo apto par instalar "tal cortadora", o un elevador que se sumerge a treinta metros en una cisterna con agua salada... Exigen ser recogidos en aviones particulares, pagos por adelantado y venir "a hacernos el favor" con sus propios equipos de expertos internacionales. Le cagan los huevos, pero tiene que aguantarlos. Ellos lo saben. No se puede ser idiota y negociar con cabrones de la calaña de mi patrón. En el fondo, se menosprecian mutuamente, pueden hablarse golpeado, casi a fuerzas, pero se respetan y no se andan con estupideces. Entregan trabajos perfectos, a toda la satisfacción del cliente y con los técnicos locales completamente preparados. Repiten ad nauseam las pruebas de calidad y dejan al rey pobre con una sonrisa discreta de satisfacción. A este francés, un puñado de alemanes y un escurridizo yugoslavo se les contrata muy de vez en vez; sólo si el técnico de batalla, un jubilado de PEMEX, ingenioso para todo menos para controlar su afición al alcohol, las tachas y los carrujos, se rinde explícitamente. Nos gusta por barato, basta con cumplirle algún caprichito. "Hay una ejecutiva en tal banco, me encanta y no sé cómo decirle..." "Señor Zaragoza, ¿saldrá muy caro un viajecito en yate con unas muchachas?" "Dicen que las de Europa del este..." El culero lo vale. Es de los pocos que se atreven a hacer cosas para las cuales no tiene ni una pizca de preparación.

EL IDIOMA DEL DIABLODonde viven las historias. Descúbrelo ahora