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Me solicitó que lo acompañara a ver a un cliente. Al principio no entendí, ¿me estaba pidiendo que conociera a uno de ellos? ¿No le preocupaba que yo pudiera serle competencia algún día?

Se trataba de una ancianita escondida en una montaña inaccesible. Su cara era común y su olor era lo más repulsivo que hasta ahora he conocido. Estaba mucho más lejos que la fetidez absoluta. Pero, ¡cómo hablaba y qué buenas historias se sabía! Le llevamos dos camiones atascados de vacas recién sacrificadas. Al parecer, un servicio que debíamos cumplir cada mes.

Antes de entrar, Zaragoza me hizo un ofrecimiento: si yo lo deseaba, esta podría ser la primera exclusiva que él me soltara. Pagaba lo justo y, ¡qué malditos y perfectos regalos hacía a principios de año! ¿Qué objeto en el mundo sería capaz de despertar esperanza en un hombre como Zaragoza? Es decir, en alguien acostumbrado a menospreciarlo todo. Por mucho tiempo, mi patrón deseó que el 19 de febrero llegara para ir a recoger ese tan fantaseado presente.

No era la cabeza del odiado enemigo, piezas únicas de museo, ni coronas desbordadas de zafiros; no eran los incunables, las túnicas de ningún profeta, ni los huesos perdidos de alguna bestia legendaria, aunque sí, una vez le entregó una jaulita de platino con un polluelo de pájaro bobo, ¡vivo! ¿Dónde malditos consiguió un animal extinto hace cien años? Y ¿por qué, si diario lo veía y hasta le puso nombre; por qué, si permitía que el pajarraco se posara sobre sus rodillas, por qué se lo comió, en mole, cuando el bicho cumplió un año? No eran lámparas mágicas, ni talismanes, ni siquiera un huevo perdido de Fabergé. El buen gusto de la anciana en el arte del presente le impedía querer sobornar con un delirante pastel, la piel suave de la doncella más hermosa de todos los tiempos o un "edición limitada" de Marquay.

"¿Te acuerdas de esa pintura que tengo en el recibidor? ¿El Cranac? Me lo dio hace dos años... Si interpretas bien las imágenes, no habrá ningún misterio más de la mente del maestro. Es su libro de claves.

"¿Por qué me la estaba obsequiando? Después me fue obvio. Cada regalo también poseía su propia maldición."

La ancianita nos invitó a su imponente estudio, era una maravillosa y delicada escultora de miniaturas. Reproducía, en yeso, la fachadas de los templos perdidos y de los palacios bombardeados en la Segunda Guerra Mundial. Todo a escala perfecta. Poseía el arte de imitar, en acrílico, la textura de los mármoles italianos y de todos los granitos conocidos en la antigüedad. Acompañada por sus dos gordos y voraces perros atigrados, podía entretenerse días reproduciendo un solo capitel corintio. Era la miniaturista más grande de todos los tiempos. Todo Persépolis había cabido en el granero, con sus plazas divinas y sus palacios ofensivos. Uno de los canes la recorría con diez kilos de chorreante carne fresca en su hocico. "Mírenlo, pequeño patán. ¡Ven acá, ladrón!" Y corrió torpemente, apoyada en su bastón, tras su mascota. Ésta, para esconderse, tumbó una de las columnas principales de su obra.

Creí que se iba a encabronar. No. A la manera de Zaragoza, la anciana llevó su mano a la boca, reflexiva: "De todos modos, la columna era imperfecta. Y el capitel... Un desastre."

"Señora, esto es aun más hermoso que la antigua Persépolis".

"Ay, Zaragoza, querido y viejo amigo lameculitos. Me inflas, pero, la técnica se me sigue escapando." "No señora -le contestó-. La técnica, esa hija de la observación y la terca repetición, ya es algo inherente a cualquiera de sus experimentos."

La vieja dio su más sincero agradecimiento. Entonces, reconociendo que había estado esperando al patrón para el momento culminante, tomó con sus débiles manos el más monstruoso marro que yo haya visto y despedazó, ante los ladridos estruendosos de sus perros, toda la réplica. "Bravo, bravo, levanta más polvo, maestra". Gritaba Zaragoza en el paroxismo. "¡El arte es destrucción o no es pinches nada!"

Mil millones de fragmentos, polícromos, de yeso explotaban desde bien adentro con cada dificultoso y calibrado golpe. ¡Lo puedo jurar! Era la destrucción de cada estallido la verdadera obra, la belleza suprema. Era el mirarla sudar, caminar despacio, la cúspide de todas las bellezas visuales.

Lo más importante de este primer encuentro es que la anciana me concedió un par de fórmulas para poder maldecir a quien yo quisiera. El hecho es que los procedimientos me permitían la libertad de escoger como haría sufrir a alguien... No tenía prisa. Podría tardarme meses antes de precisar el castigo para los muy pocos enemigos que me presentara el futuro.

Como ensalmos delicados, debía declamarlos en un rito, en un cuarto construido específicamente para esto. Algo solemne, recitado despacio con un atuendo que solo se consigue en el Irán.

En el juego agresivo y sucio de los que son como ella, uno debe aceptar la posibilidad de que se va a salir lastimado. Que se pierde más de lo que se gana, que cada vez se es peor persona y se lleva una cola más larga: daños, vidas destrozadas, inocentes que se cruzan. Los amigos se pierden, los placeres se alejan junto a la inocencia y la felicidad.

En alguna ocasión ella tuvo la fortuna de encontrarse con un curandero decrépito. Lanzó un conjuro que creyó sería enloquecedor: el maldito concebía, al amanecer, una pintura genial, o despertaba con una tonada embelezante y mágica. O podría construir la trama completa de una obra maestra de la novela. Sería capaz de dibujar, componer o escribir la pieza entera de una sola sentada... Al anochecer, si se trataba de una pintura, tendría el cuadro terminado. Magnífico, enorme, delicioso. Pero, en la mañana, los colores y las imágenes se habían escurrido por completo.

El muy idiota del curandero tuvo la desdicha de encajarle a ella esta extraña pena. La anciana, sonriendo, recordó que en una libreta vieja escribió un largo poema sobre la tristeza de las ballenas. Desapareció. Al día siguiente, en varias telas, dibujó un millar de signos relajantes que en conjunto creaban una sensación de tersa felicidad. El viento de la noche los desapareció. Con este segundo evento la anciana tuvo la certeza de que se trataba de un encantamiento. Consiguió telas, pinturas, carboncillos, una guitarra usada y hasta una máquina de escribir... Casi un mes estuvo intentando que sus grandes creaciones sobrevivieran a la noche. Imaginó, y esto es lo cruel del hechizo, que sería una música adorada, una poetiza de culto o por lo menos una pintora. Fueron esos sueños los que empezaron a amargarle los días. El deseo de los aplausos, de los cócteles. El sentir la textura de los billetes o hacer una cena, en su casa, con gente importante.

Pero, en los que son como ella, la inteligencia debe estar arriba de los sueños... Y ella comprendió que lo más doloroso de todas las cosas son los sueños. Había una simple fórmula para romper el encanto, y era la de comprender que la verdadera belleza dura muy poco. La belleza no debe sobrevivir más de un día, y no debe ser disfrutada más que por su verdadero autor.


EL IDIOMA DEL DIABLODonde viven las historias. Descúbrelo ahora