Guardián

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¿Qué es más longevo que el amor? La muerte, dirán algunos. Sin embargo, ambas cuestiones suelen suceder en un instante. En mi caso así fue, en un instante me enamoré, aunque en aquel tiempo no lo sabía. ¿Y cómo iba a saberlo? En aquel entonces no era más que un joven ignorante. Hoy en día soy capaz de entender un sinfín de cosas de la vida, lastima que tal sabiduría me ha llegado tan tarde.

Cuando se está en una situación como la mía, pocas cosas tienen importancia ya. En mi caso mi esposa es lo más importante, y la muerte me concedió unos instantes más para poder redactarle una nota antes de que me llevara.

Tenía ochenta y seis años cuando la muerte llegó por mí, en ese momento no era más que un viejo con grandes pellejos de piel colgándome y con más pelos en las axilas que en la cabeza. Me encontró frente a mi escritorio, leyendo el periódico, me saludó y entendí el motivo de su visita, intercambiamos una mirada y redacté la nota, en ella le expuse a Miriam el gran amor que le tengo, y le pedí fuese fuerte para afrontar mi partida.

Sólo había transcurrido una semana de mi deceso cuando vi a Miriam llorar, quise consolarla, pero por más que me acerqué a su lado, ella no pudo notarme. Quería limpiar sus lágrimas, acariciar su rostro, pero no me era posible. Miriam tenía entonces ochenta y cuatro años y aún conservaba facciones que la hacían ver más joven. Ella siempre fue de un carácter muy fuerte y no solía doblegarse muy fácilmente, motivo por el cual verla así me resultó tortuoso. La muerte en más de una vez me propuso el calmar su dolor, pero mientras estuve vivo aprendí a no hacer tratos con ella, por eso rechacé cada una de sus ofertas.
Seguí visitando a mi esposa cada día, pero su energía parecía agotarse, ya no era la misma, y por si fuera poco, nuestros hijos no la visitaron después de mi velorio. Poco a poco se fue apagando su chispa de vida, la vi sufrir y eso me generó una pena terrible.

Ya no se cuanto tiempo llevo visitándola, cuando uno esta muerte el tiempo se torna algo etéreo. Hoy la visitaré una vez más, aunque no se que día es hoy, pero eso no importa si puedo estar con ella.


Llego a la casa y me dirijo a la sala, ahí encuentro a Miriam, sentada en el sillón con libro en mano, se ve tan tranquila. Pasa de página y musita algunas palabras, sigue la lectura con su dedo y cuando ha terminado la página vuelve a pasarla. Ocasionalmente cierra los ojos y se reclina en el respaldo. En esta ocasión se recuesta y permanece así por un largo período de tiempo, esto no parece algo normal. Me acerco a ella para observarla mejor pero lo que veo no ayuda a calmarme, motivo por el cual sigo a su lado preocupado. Me encuentro en esto cuando una voz familiar clama a mis espaldas.

—Marcos, ¿eres tú?

Volteo con lágrimas en los ojos y corro a abrazarla.

—Miriam, mi amor —digo sin soltarla—, te eché de menos.

Crónicas del miradorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora