Capítulo 4

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Piso el freno poco a poco al percatarme de que el semáforo está en rojo. Treintañeros con maletines, padres que llevan a sus hijos al colegio y demás personas que son obligadas a madrugar cada mañana se esquivan mientras cruzan el paso de peatones. Ahora, yo soy una más de ellos. Me he sumergido en una vida como la de cualquier otro.

Miro el reloj. Las siete en punto. Creo que llegaré demasiado temprano al primer día de clase. Aunque quizá pierda demasiado tiempo buscando mi aula y acabe llegando tarde.

Un claxon suena, y tras ese, se van sucediendo los de los demás coches, añadiéndose algunos gritos desesperados por que vuelva a poner en marcha mi coche. Entonces me doy cuenta de que el semáforo está en verde y estoy reteniendo el tráfico saturado de trabajadores cuya única preocupación ahora mismo es la puntualidad.

Traspaso por primera vez la entrada de la facultad. Por suerte, hay mapas de orientación y no me ha resultado difícil encontrar el edificio.

Las diferencias de la universidad con el instituto son más que evidentes. Aquí no hay zonas divididas por grupos, ni siquiera hay grupos. Todos se mezclan y yo, me mezclo con ellos. Unos me miran, otros me dan folletos de mil actividades extraescolares y huelgas diferentes, y otros ni se fijan en mí.

Al encontrar el aula donde tengo la primera clase, decido no entrar ya que la puerta está cerrada y fuera hay más alumnos que parecen estar esperando. Supongo que éstos serán mis compañeros. Me apoyo en la pared, con mis manos sujetando una carpeta con un par de folios dentro apoyada sobre mi regazo, y empiezo a observar el ambiente que me envuelve. La mayoría están solos, unos andando de acá para allá, otros hablando por el móvil. Algunos pequeños grupos se empiezan a formar con la excusa de "¿Tú vas a estudiar Español?". Quizá debería preguntarle eso mismo a alguien que esté solo, o integrarme en alguno de esos grupos... pero el rubor me puede y no consigo decidirme a lanzarme.

—Perdona —una mano me toca el hombro delicadamente. Levanto la mirada y me sorprendo al ver un muchacho rubio bastante atractivo— ¿Aquí se dan las clases de Español?

—Creo que sí —respondo con apenas un hilo de voz.

—¡Gracias! —me responde indiferente.

Entonces, se va. Se va de mi lado. Lo miro mientras se acerca a uno de los pequeños grupos que ya se había formado antes, compuesto por dos chicas y un chico, todos con pinta extraordinaria, guapos, altos, bien vestidos...

De repente, una mujer de unos cincuenta años aparece detrás de ellos y se dirige a la puerta de clase. Abre la puerta y nos indica que pasemos. Todos se empiezan a amontonar en la entrada, así que yo continúo apoyada en la pared esperando que la masa de gente desaparezca.

Cuando entro, pocos sitios quedan libres, todos al final del aula. Resulta irónico pensar que en el instituto todos luchamos por quedar en los últimos pupitres, y en la universidad todos luchan por estar en primera fila.

Tomo asiento en penúltima fila junto a una chica regordeta con aparato que me sonríe.

—Hola —le saludo amablemente mientras le devuelvo la sonrisa.

—¡Hola! —me responde emocionada de que la haya saludado.

No nos da tiempo a decir nada más pues la profesora empieza a pedir silencio.

Y transcurre mi primera clase en la universidad, la cual paso dibujando con la mente nubes de pensamientos sobre las cabezas de mis nuevos compañeros. Lo único que hace la profesora García es presentarse y darnos una introducción a la asignatura que va a impartir, Gramática Española, y terminar la clase antes de la hora prevista.

—Nos vemos el próximo lunes —es lo último que dice la Señora García en un perfecto inglés sin perder su acento español.

Durante la aburrida media hora de clase me he estado intentando hacer a la idea de que tengo que abrirme a mis compañeros, por lo que antes de levantarme, me giro hacia la muchacha regordeta.

—¡Vaya! Qué rápido se me ha pasado el tiempo —digo en un intento patético por iniciar una conversación.

—Y que lo digas. Aunque tengo ganas de empezar la materia —me responde con una vocecilla inimaginable para su imagen.

—Promete ser muy laboriosa —bromeo—. Me llamo Alison —le tiendo la mano.

—Kat —sonríe y me aprieta la mano levemente. Entonces nos levantamos y nos dirigimos a la puerta—. ¿De dónde eres?

—Soy de aquí, de Pittsburgh.

—Entonces supongo que seguirás viviendo con tu familia.

—Sí.

—¡Te vas a perder la verdadera vida de estudiante! Yo soy de Filadelfia y vivo en un estudio de alquiler cerca de aquí.

—Tendrás pensado montar grandes fiestas, ¿no?

—Obviamente sí y no pienso invitar a ningún popular —noto en su tono cierto resentimiento a pesar de saber que nuestra conversación es más bromista que seria.

—¿Siguen existiendo los populares en la universidad? —pregunto un poco desconcertada.

—¡No lo sé! —responde Kat y se ríe— Pero espero que sí, para poder no invitarles a mis fiestas.

También hay cola para salir del aula, y parece ser que un chico ha estado escuchando todo lo que decíamos.

—Espero que no —dice mientras asoma la cabeza por encima de nuestros hombros—. Soy Steven.

Kat y yo no decimos nada sino que nos quedamos mirándole atontadas.

—Perdón por entrometerme en vuestra conversación —dice Steven entonces un poco abochornado.

—Oh, ¡no importa! Yo soy Kat. Y ella es Alison —dice Kat al ver que yo no digo nada.

—Encantada —digo entonces.

Steven es un muchacho flacucho, alto, pero no demasiado feo, aunque con ciertas particularidades que le afean: un pelo moreno y lacio con un corte de cacerola, unas gafas grandes marrones y un polo abrochado hasta el último botón y metido por dentro de unos pantalones de talle demasiado alto.

Nos sumergimos en una conversación y nos dirigimos hacia el aula donde tenemos la siguiente clase. Estoy tan sumida en la conversación que cuando mi hombro se choca contra algo apenas le presto atención, hasta que ese "algo" me dedica unas palabras.

—¡Ya eres mayorcita para mirar por donde andas! —me dice una chica morena en un tono muy grosero.

—Lo siento —le respondo tímidamente.

Entonces ésta se marcha con su grupo, entre los cuales está el chico rubio que me habló antes de entrar en clase.

—¡Qué estúpida! —oigo decir a Kat.

Después de esto, tenemos cinco presentaciones de clases más y entre medias de cada una, mucho tiempo libre. Kat, Steven y yo no nos separamos en ningún momento e intercambiamos muchas conversaciones además de nuestros números de móvil y direcciones de email. Aunque los tres hemos simpatizado muy bien, noto que mis dos compañeros congenian más entre ellos.

En la última clase, Introducción a la Literatura y Cultura Hispánicas, uno de los momentos más temidos para mí llega. El profesor Brown nos indica que debemos formar parejas obligatorias fijas para realizar ensayos y otro tipo de trabajos durante todo el cuatrimestre. Nunca me ha gustado formar grupos para hacer los trabajos de clase. Me gusta hacer las cosas a mi modo, y no tener que aceptar algo que no me gusta.

Steven invita rápidamente a Kat a formar su pareja de trabajo. Era casi obvio, aunque tenía una pequeña esperanza de que Kat fuera mi compañera.

Así que me quedo sentada observando cómo todos mis compañeros se van "emparejando" sin saber qué hacer. No me apetece tener que ir preguntando persona por persona si ya tiene compañero y si quiere ser el mío hasta que alguien acepte mi proposición.

Por suerte para mí, alguien se ofrece a ser mi compañero.


Acordes de amor y despedidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora