Prólogo

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Para muchos, hace aproximadamente treinta años se abrió la caja de pandora, marcando el inicio del fin del mundo –o el pequeño mundo de la zona de alienación-. El sábado del veintiséis de abril del ochenta y seis, el cielo de una remota región de Ucrania se iluminó en mitad de la noche, liberando sobre la atmósfera una cantidad de energía quinientas veces superior a la explosión de Hiroshima o Nagasaki, considerándola así, el mayor desastre nuclear de la historia.

Y es que a diferencia de Fukushima Daiichi –planta nuclear japonesa-, cuyos problemas fueron causados ​​por una pérdida de energía, resultado del tsunami provocado por un terremoto de magnitud nueve y del que todavía la humanidad se estaba curando de sus heridas sin saber exactamente sus consecuencias; Chernóbil fue el resultado de deficiencias de diseño y de errores humanos, por los que se continúa pagando un precio todavía desconocido.

Durante una prueba del sistema llevada a cabo fuera de los parámetros conocidos, y en un alarde de demostrar la solvencia de la tecnología nuclear soviética, en el reactor número cuatro de la central Vladímir Ilich Lenin, se produjo un salto repentino en la potencia. Diez segundos más tarde, el núcleo sufrió una explosión y se incendió, desatando el infierno en la tierra.

No obstante, según lo registrado por el sistema de control centralizado Skala de la central, una parada de emergencia del reactor fue lo que provocó la explosión. El curso posterior de los acontecimientos no fue registrado por los instrumentos, y los detalles que se manejaban son el resultado de la simulación matemática. Al parecer, un gran aumento de potencia, causada por un aumento de la temperatura del combustible y una masiva acumulación de vapor, unido a que los técnicos no pudieron bajar del todo las barras de grafito de emergencia, provocaron el accidente.

No fue posible reconstruir la secuencia precisa de los procesos que condujeron a la destrucción del reactor y del edificio de la unidad de potencia, pero una explosión de vapor, como la explosión de una caldera de vapor por exceso de presión, parece haber sido la consecuencia final. De ahí, al infierno en la tierra.

Un infierno que se extendió, en forma de nube radioactiva, sobre gran parte del oeste de Rusia y Europa, detectable a miles de kilómetros de distancia. En la batalla para contener la contaminación y evitar una catástrofe mayor en última instancia, participaron más de quinientos mil trabajadores –llamados liquidadores-, con un coste estimado de dieciocho mil millones de rublos para la pobre Ucrania de la época.

Sin ninguna forma de contención, y pese al trabajo a contrarreloj de los liquidadores -los heroicos trabajadores y voluntarios que se esforzaron para mitigar los efectos de la radiación después de la catástrofe, sabiendo que provocaría su propia muerte-, el contenido radiactivo del reactor fue transportado en el aire por el calor de la quema de grafito del núcleo. Mientras, el silencio propio del terror de acero, agravó el mayor accidente nuclear que hubo conocido el hombre.

Sólo después de que el nivel de radiación activase las alarmas en la central nuclear de Forsmark en Suecia, a más de mil kilómetros de la planta de Chernóbil, obligó a la Unión Soviética admitir públicamente que se había producido un accidente. Y sólo después de la evacuación de ciudad de Pripyat, varios días después del incidente, se comunicó en la televisión estatal:

"Ha habido un accidente en la central nuclear de Chernóbil. Uno de los reactores nucleares se ha dañado. Se están corrigiendo los efectos del accidente. Se ha prestado asistencia a las personas afectadas. Una comisión de investigación se ha establecido" - 28 de abril de 1986, 21:00, TV estatal soviética.

Tras la explosión, treinta y un operadores de la central, y los bomberos que acudieron a sofocar el fuego murieron, pues jamás se les dijo que era fruto de una explosión del reactor. Mientras miles de personas que vivían en la zona y en los alrededores, sufrieron una dosis de radiación tan grande que, o bien provocó su muerte, o sin duda acortó su vida condenando a varias generaciones.

Lagos, suelos arenosos y bosques de una belleza inconmensurable pasaron, en cuestión de segundos, a convertirse en terreno baldío, fantasmal e inhabitable de todos los que existían en el planeta tierra. El invierno nuclear que ni siquiera en plena guerra fría se había podido imaginar.

El verde de los bosques se convirtió en rojo nuclear. Una zona prohibida en la tierra en la que el hombre no podrá volver a poner un pie sin preocupaciones hasta dentro de miles de años, contaminada con niveles de cesio radiactivo-137, estroncio-90 e isótopos de plutonio en umbrales incompatibles con el desarrollo normal de la vida humana.

Desde entonces, Chernóbil ha sido el punto de referencia por el que han sido juzgados todos los otros accidentes nucleares en los últimos treinta años. Un armazón de hormigón y metal, una suerte de sarcófago, fue construido a toda prisa para encerrar la unidad cuatro como medida de emergencia para detener la liberación de radiación en la atmósfera tras el desastre.

Chernóbil todavía tendrá que decir mucho sobre el accidente, sobre la energía nuclear en sí misma y sobre las consecuencias del silencio del telón de acero. Chernóbil, a partir de entonces, se convirtió durante miles de años, zona prohibida.

La Zona de los treinta kilómetros, la Zona Muerta, la zona de exclusión, la Cuarta Zona... son algunos de los nombres que recibió la única zona prohibida, literalmente, para el hombre en la tierra, fruto de las acciones de su propia mano. En los últimos años, aquella zona que separaba la vida de la muerte se había convertido en una atracción turística.

Todos los pueblos alrededor de la central fueron evacuados y se encontraban custodiados bajo control militar. La Zona Muerta abarcaba una superficie de dos mil seiscientos kilómetros cuadrados, y sólo quinientos residentes y unos pocos visitantes al año, pudieron ser testigos del fin del mundo que se desató en Chernóbil.

Básicamente, el propósito principal de la zona de exclusión era restringir el acceso a las zonas más peligrosas, reducir la propagación de la contaminación radiactiva y llevar a cabo actividades de vigilancia radiológica y ecológica. Sin embargo, y a pesar de que la zona de exclusión era una de las zonas más contaminadas del mundo, atraía gran interés científico y turístico debido a los altos niveles de exposición a la radiación en el medio ambiente.

Quizás, la parte más representativa de la zona sea la ciudad de Pripyat, a pocos kilómetros de Chernóbil, que se volvió un ícono de la cultura popular por razones obvias, y era la que mejor podía ejemplarizar el desastre.

Pripyat fue construida en los setentas para alojar a los trabajadores de la central y a sus familias, alrededor de cincuenta mil personas vivieron en bloques de apartamentos rodeados de calles arboladas. Quince escuelas primarias, cinco escuelas secundarias, una escuela técnica, un hospital, dos estadios deportivos y un parque de atracciones seguían como testigos del mayor desastre de la historia moderna. Vacíos, sin niños a los que enseñar y sin partidos de fútbol que albergar.

Lo que separaba a Pripyat de la civilización, eran "fantasmas" que paseaban entre las infraestructuras y vigilaban a los turistas. Las calles de la ciudad continuaban desiertas y sus bloques de apartamentos eran ruina radioactiva en los que libros y juguetes se entremezclaban con polvo radioactivo y basura nuclear.

La Zona era sinónimo de apocalipsis, pero también de esperanza, pues incluso en ese infierno, la vida salvaje había prosperado: alces, corzos, ciervos, jabalíes y lobos vivían en libertad alrededor del peor desastre nuclear del mundo. De hecho, investigadores de la Universidad de Portsmouth creían que el número de lobos en los alrededores de la zona de exclusión era siete veces mayor que en cualquier reserva natural cercana.

Quizá la pregunta sin respuesta más peligrosa de todas era cuál será el impacto a largo plazo del desastre. En total, trescientos mil cuatrocientas personas fueron evacuadas y reubicadas fuera de las zonas más gravemente contaminadas. Sin embargo, las consecuencias para la salud de este tipo de desastres eran mucho más difíciles de calcular hasta que apareció un hombre, que intentó revertir las consecuencias, o al menos evitarlas, con una proteína que según él permitiría una relación amigable de la humanidad con la radiación.

Aquel hombre que creyó haber hecho lo imposible, aquel hombre que se convertiría, dentro de poco, en el génesis del exterminio que azotaría a Pripyat: Brad Davis.

Estaban por pasar treinta años del desastre y todavía no se comprendía del todo la magnitud del accidente. Por eso, el destino de la central fue ser enterrada en un nuevo sarcófago. Enterrar un infierno dentro del infierno.

Radioactivos I: Génesis.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora