I. ESTARÉ CONTIGO SIEMPRE

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El amor y el odio eran dos cosas que eran insignificantes en mi vida. Yo  era un joven que no se interesaba en el por qué, ni cómo era el origen de los sentimientos en las personas. Creía que sólo yo era capaz de entenderme,  me molestaba el hecho de saber las acciones que la gente haría cuando estaba a mi alrededor, me aburría no comprender como la misma historia se repite; naces, creces, te enamoras, te rompen el corazón una o dos veces, te vuelves a enamorar, envejeces y mueres sabiendo que probablemente la persona con la que estuviste no era con la que tenías que pasar el resto de tu vida. Creía que mi destino era estar atado a un corazón que no lograra mostrar sentimiento alguno.

— Me gustas... — pronunciaron sus labios,  los cuales se moldearon al decir esas dos palabras con un solo sentido, un latido y un sentimiento.

Mi historia inicia en un parque cualquiera, en donde durante el día los niños juegan, ríen y lloran entre juegos y dulces, pero mi historia no se desarrolla en compañía de la luz del sol; el único testigo que se encontraba a mi favor era la oscuridad de la noche.

No contesté a la declaración, porque no tenía interés en contestar algo insignificante.

— ¿Por qué no contestas? — preguntó. Ella se aferró a mi pecho.

— Lo siento. — me disculpé. Retiré a la joven de mi cuerpo; en mi mano izquierda sostenía un pequeño león de peluche, mismo que había sido minutos antes el objeto de la confesión.

El silencio incomodo nació, con la mirada al suelo, Mizu — la joven declarada —  apretaba sus puños con impotencia y desesperación, sus lágrimas caían deslizándose una por una a través de sus mejillas y llegaban a su fin al tocar el suelo.

Jamás debí de aceptar su invitación, mucho menos interactuar con ella o con algún otro individuo que no fuera cercano a mí.

— Izan. — susurró mi nombre con voz llorosa.

— No eres indicada para estar conmigo. — contesté. Sus ojos se inundaron nuevamente de un mar de lágrimas.

— ¿Qué estás diciendo? — preguntó, con esperanza de que aceptará sus sentimientos expuestos.

— Te estoy diciendo que no eres suficiente para mí. — afirmé.

— ¡Cállate! — gritó — Es más que suficiente. — me abofeteó la mejilla izquierda.

Mizu no insistió. Ella se alejó corriendo. Yo esperé unos segundos de pie en aquel lugar, observando como su silueta se perdía entre las sombras de los árboles. En cualquier historia de amor, el joven en cuestión debe correr a espaldas de la joven, al llegar a ella; abrazarla, reconfortarla, disculparse por haber sido tan cruel, y decir un "te amo". Dos insignificantes palabras que se llenarían de un amor eterno, y como broche de oro;  el  joven besaría un par de labios femeninos. ¿Cómo es posible abarcar un sentimiento tan grande como el universo con sólo dos palabras? Seguramente, porque es un impulso idiota que es utilizado para  restaurar heridas de personas  que creen, que con que otra persona las ame se sentirán de mejor ánimo. Desde mi punto de vista  personal, el amor sólo era una expresión cruel y egoísta para lastimar a dos o tres individuos, según sea el caso en el que este crezca. Sí tan sólo en ese momento hubiese sido capaz de corresponderle a Mizu, esos sentimientos que me brindó sin cuestionar, que tan fuerte y puro era el amor que ella profesaba por mí, quizás el final de mi historia sería diferente desde esa decisión.

YO MORIRÉ CONTIGO (En edición) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora