Capítulo 2

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El viernes llegó al fin con intenciones libertadoras. Después de una semana difícil, dos exámenes y varios trabajos que hacer, avistar un par de días de descanso –en los que, en realidad, más me valía ponerme a estudiar- era algo verdaderamente gratificante.

Con 15 minutos de retraso y, por lo tanto, con el tiempo muy justo, me levanté tras el último aviso de mi madre y arrastré mis pies hasta la cocina, caminando como una zombi. Me senté ante la mesa de cristal y empecé a tomar el café con leche, todavía calentito, con un puñado de cereales. Cuando tuve la suficiente lucidez me dio la sensación de que me estaba sonrojando al recordar los últimos minutos que había permanecido en cama, aunque no podría jurarlo porque mi tez morena no se mostraba encarnada con facilidad.

Había pasado toda la noche pensando en Él y en la escena de los vestuarios. Casi no había dormido nada –pero, seamos sinceros, ¿cuándo lo hacía?-. Y, además, mi madre había necesitado llamarme varias veces para conseguir que me despertara. Teniendo en cuenta que yo tengo la extraña manía –o lo que quiera que sea- de hablar en sueños (o cuando estoy medio dormida), esto seguramente se traducía a mi persona diciendo tonterías o, lo que es peor, contándole a mi madre todo sobre lo sucedido la tarde anterior.

Bueno, en cualquiera de los casos y sea lo que fuere lo que yo había dicho en un estado de semiinconsciencia, ya no tenía arreglo. Lo hecho, hecho está. Traté de no pensar más en el tema, o terminaría por obsesionarme con algo que no sabía ni si había ocurrido, imaginándome a mi misma diciendo cosas excesivamente vergonzosas.

Fui a lavarme los dientes y la cara, tratando de despertar. Apliqué un poco de corrector sobre la piel para disimular las rojeces y me cepillé el cabello. Mamá se despidió de mí, ya se le hacía tarde para abrir la oficina en la que trabaja. Me vestí con unos vaqueros azules gastados que se me adherían a las piernas y un precioso jersey fino de color marrón. Calcé unas botas también marrones y corrí de nuevo al baño para hacerme una coleta alta. No me gusta mucho atar el pelo, pero si lo dejo suelto tiende a ganar volumen y todos los esfuerzos que pongo un rato antes para acomodarlo con el peine se van al traste.

Mi padre acababa de levantarse y todavía estaba desayunando. Genial, eso quería decir que tendría que ir andando, por suerte no llovía –cosa extraña-.

La verdad es que vivimos a poca distancia del instituto y es una tontería ir en coche hasta allí pero, sabiendo que yo siempre ando con el tiempo justo por la vida y que no es agradable caminar bajo la lluvia y el frío en los meses de invierno, es bueno saber que dispones de esa opción.

Eran exactamente las ocho y cero ocho de la mañana cuando miré el reloj. Y ocho eran los minutos que tardaba en llegar al centro, quizás seis si me daba prisa.

Me puse un chaquetón gordo –puede que no estuviera lloviendo todavía pero eso no quería decir que la temperatura fuera agradable, al contrario- y eché un poco de crema de cacao con color sobre mis labios para mantenerlos hidratados. Nunca salía de casa sin esa bendita barra de cacao con sabor a cereza.

Agarré la mochila y me la puse al hombro –no era la primera vez que me iba a clases sin ella-. Salí de casa contestando afirmativamente a la pregunta de mi padre de si me iba andando en vez de esperar a que el terminara. Estaba por la labor de ladrarle algo así como: "Claro que me voy, ¿es que no lo ves? ¿No oyes el sonido de la puerta principal al abrirse? Me estoy yendo." Pero perdería demasiado tiempo en esa tontería y ya llegaba tarde, por lo que me limité a responderle con un escueto "ajá". Dios mío, qué mala soy, le digo eso incluso sabiendo que él no soporta esa expresión.

Caminé a paso ligero atravesando una calle tras otra. Dándome prisa, sin correr. Para cuando llegué a la puerta de atrás del instituto me faltaba el aliento y pasaban dos minutos de la hora de encuentro establecida (K y yo nos encontrábamos allí a las 8:15 a pesar de que las clases empezaban un cuarto de hora más tarde).

Karen –o "K", como yo la llamaba- ya estaba allí. Me permití relajar el paso en el último tramo, para minimizar mi frecuencia cardíaca, cuando supe que podía verme. Aunque no sabía ni si levantaría la mirada para comprobar si me acercaba. Estaba observando su teléfono, lucía verdaderamente concentrada, como si lo que tenía en la pantalla fuera lo más interesante que había visto nunca.

Karen es una de mis mejores amigas, una chica muy divertida con la que me lo paso en grande. Dicen que los hermanos gemelos o mellizos tienen una conexión especial, como telepatía, que se entienden sin palabras. K dice que esa conexión, en lo que a mi hermano y a mí respecta, es inexistente; pero que, en cambio, la tenemos entre nosotras. Y es cierto que, a pesar de que no somos muy parecidas, nuestra forma de pensar y razonar es bastante similar y nos comprendemos con gran facilidad.

Ella es bajita –dice que es unos 10 cm más baja que yo pero a mí me parece que están más cerca de los 20 cm- y, físicamente, adorable. Hay gente que dice que su rostro transmite tranquilidad, y la verdad es que se podría decir que así es. Aunque ella lo niega con aplomo, afirma que es imposible que su cara inspire tranquilidad cuando de tranquila no tiene un pelo. Su cabello castaño, naturalmente liso, le cuelga hoy en suaves ondas por debajo del pecho y tiene unos ojos preciosos de color incierto: a veces marrones claros, como bien pueden ser verdes –en su totalidad o con motitas oscuras- o azules, dependiendo de la luz.

En efecto, tan concentrada como estaba solo se dignó a mirarme cuando llegué a su lado. Me saludó con un rápido "Verooo" en el que alargó la o final y se giró, sabiendo que la seguiría, antes de que yo pudiera contestarle de la misma manera.

Aunque normalmente esperábamos a que tocara el timbre en la entrada lateral del edificio –por donde nos hacían entrar a los alumnos-, en esta ocasión nos dirigimos al aula correspondiente en la que nos esperaba la profesora de economía –nuestra primera asignatura del día-.

Hasta yo fui consciente de lo distraída que estuve durante todo el día. Mi mente aprovechaba la más mínima oportunidad para darle vueltas a aquel dichoso beso que me cogió desprevenida. "¿Por qué lo hizo? ¿Por qué allí y entonces? ¿Qué significaba? ¿Lo había hecho solo para molestar? Pero, ¿quién demonios besaba a otra persona con la intención de fastidiar?". Se me ocurrían cientos y miles de interrogantes diferentes y alguna que otra teoría, pero todo sonaba demasiado surrealista en mi cabeza y no me creía nada. No quería creerme nada, quería saber, descubrir la verdad de lo que acontecía entre Iago y yo.

No se me pasó desapercibido el hecho de que el chico no se dejó ver hasta el quinto y penúltimo período del día. Tampoco que estaba mucho más tranquilo de lo habitual y que parecía evitarme y esquivar mi mirada a pesar de que yo a él lo miraba directamente, con descaro.

No es que él y yo tuviéramos por costumbre hablar desenfadadamente, pero si es cierto que a Iago le gustaba mirarme y hacerme de rabiar durante las asignaturas más aburridas; y no hay clase más aburrida que la de historia –en la que nos encontrábamos-.

Traté de alcanzarlo más tarde, al finalizar la jornada, después de historia de la filosofía, pero me resultó imposible. Él había salido de clase un momento antes, incluso, de que la campana sonara anunciando libertad. Y solo pude avistarlo de lejos al bajar las escaleras. Parecía tener mucha prisa.

¿A qué coño viene esa mierda de comportamiento suyo? ¿Qué mosca le picó?

Ahora tendría que esperar hasta el lunes de la semana siguiente, por lo menos, para poder hablar con él. Si es que se dignaba a darme la oportunidad.





Iago || PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora