Capítulo 6

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Despertarme a su lado, sobre su pecho, arropada por sus brazos, sintiendo el calor de la luz solar sobre mi piel al impactar contra mi espalda –atravesando el ventanal-, me llenó de alegría y felicidad porque fue lo más bonito que me ocurrió en años. En sus brazos me sentí fuerte, cuidada y protegida. A pesar de que no me gusta depender de nadie, necesitar que otros velen por mí, me encantó el hecho de sentirme segura allí con él, de sentirme segura en alguna parte. Y me llenó el presentimiento de que sería en él en quien pensaría a partir de ahora, cada vez que necesitara un refugio, cobijarme en algún lado.

Levanté la cabeza despacio para mirarle la cara. Todavía estaba durmiendo. Y si despierto era irresistiblemente sexy, dormido era encantadoramente guapo, casi tierno –aunque sería mejor que no se enterara de que pienso eso, sería un duro golpe para su orgullo-. Parecía un ángel, tan hermoso y tranquilo.

Su precioso pelo negro estaba alborotado y algunos mechones le caían desordenados sobre la frente, rozándole los párpados. Sus cejas gruesas le daban, en ocasiones, mucha expresividad a su rostro. La sombra de sus pestañas, negras, largas y gruesas que son motivo de envidia para muchas mujeres –inclusive para mí-, se mostraba sobre sus parpados, aquellos que escondían de la vista sus bellos y profundos ojos azules. Profundos como el océano, e intensos. Su tez morena parecía radiante; y sus labios, gruesos y carnosos –aquellos que me habían hecho disfrutar tanto la noche anterior-, estaban entreabiertos, haciéndome desearlos.

Con cuidado de que no se despertara continué mi exploración, aprovechando que él no se enteraba para observar cada centímetro visible de su piel. Su torso desnudo, musculoso, parecía todo lo que necesitaría para resguardarme de las dificultades. Fuerte y color canela es extremamente atractivo. Más abajo de su ombligo pude divisar una fina línea de bello que se perdía en la cinturilla de sus calzoncillos.

Sentí un leve movimiento bajo mi cuerpo y alcé la cabeza. Iago se había despertado y me miraba con sus ojazos entrecerrados dedicándome una pequeña sonrisa.

- Buenos días, preciosa.- pronunció con una voz ronca y somnolienta.

Le devolví la sonrisa:

- Buenos días, precioso.- se acercó a mí y me dio un suave beso en la comisura de los labios que me hizo sonreír un poquito más.

- ¿Qué hora es?- miré el despertador que estaba colocado sobre la mesita de noche y me di cuenta de que era más temprano de lo que imaginaba.

- Son las nueve menos cuarto.- ¿Tan pronto en la mañana de un día de enero –en pleno invierno- y el sol brillaba con semejante intensidad? Vaya, definitivamente el mundo se va a la mierda. El calentamiento global está haciendo verdaderos estragos en la Tierra.

- ¿Quieres desayunar? ¿Quieres que te prepare algo?- se ofreció. ¿Además pretendía hacerme de comer? Definitivamente, estaba descubriendo cosas de Iago que antes no me atrevería ni a imaginar. Y me agradaba saber que tiene un lado dulce y que está dispuesto a mostrármelo a mí.

- En realidad, preferiría darme una ducha. ¿Puede ser?

- Claro. El baño está por allí.- señaló una puerta a la izquierda de la cama, en la pared contraria a la de cristal.- Si necesitas cualquier cosa no dudes en pedírmela. Yo estaré en la cocina haciendo el desayuno, no pienso permitir que te vayas de esta casa sin probar bocado.- dejó un beso en mi sien y salió de la cama y de la habitación.

¡Va- ya! Se nota que se levanta de buen humor.

Me dirigí al baño. Era amplio, con azulejos blancos y grises, bonito.

Me metí en la ducha y tras diez minutos bajo el chorro de agua caliente –sí, diez minutos; no soy capaz de lavarme el cabello y tardar menos de cinco- salí envuelta en una toalla blanca, muy relajada. Otros dos minutos habían pasado, escapándose entre mis dedos como si de arena se tratase, cuando oí un par de golpes en la puerta del servicio y la voz de Iago al preguntar si podía pasar. Le contesté afirmativamente y entró.

- Me acabo de dar cuenta de que aquí no tienes ropa limpia para ponerte, así que te he traído esto.- dejó en mi mano unas bragas blancas, sencillas, que todavía tenían la etiqueta puesta. Me había dado cuenta del problema antes aunque no había pensado en que hacer al respecto. ¿Pero usar unas bragas que, por muy nuevas que estuvieran, no sabía de dónde habían salido? No sé yo... Porque no serían suyas, ¿no?- Escucha, están limpias y nuevas, nadie las ha usado nunca. Son de mi hermana. Ella tiene algo de ropa en el departamento por si acaso alguna vez se queda a dormir o necesita cambiarse o cualquier cosa.

Sí, de su hermana, seguro. Lo más probable es que tuviera una colección de ellas para ofrecérselas a sus ligues con la misma escusa. De todas formas, me decidí a usarlas –eran mi mejor opción-.

- Vale ehm... Gracias.

- Ya... De nada.- dijo.- Bueno, termina rápido, la comida se enfría.

Me vestí y me calcé en tiempo record. Luego fui a la cocina donde comencé a salivar desde el momento en el que atravesé el umbral de la puerta debido al exquisito manjar que había sobre la barra. No era nada especialmente elaborado, pero aún así fue todo lo que necesité para darme cuenta de que estaba hambrienta.

Huevos revueltos, unas tiras de tocino y un par de tostadas. Eso era lo que se encontraba en un plato frente al maravilloso hombre que lo había preparado para mí; y que, aun encima, aguardaba paciente mi llegada para comenzar a devorar su propio desayuno.

¿Y ese olor? ¿Era café? Sí, café. ¡Oh Dios mío, gracias por esto! Una taza de humeante y delicioso café esperaba por mí para ser probada. Le añadí un poco de leche y tres cucharadas de azúcar antes de darle un trago. En el momento en el que el líquido hizo contacto con mi lengua, gemí de placer. Lo juro, un gemido salió de mí de tan rico como estaba. Solo esperaba que los orgasmos se sintieran mejor que aquello, o no los necesitaría para vivir y me conformaría con tomar aquella perfecta substancia hasta el día de mi muerte. ¡Joder, que delicia!

- Esto está delicioso. ¿Cómo coño lo haces?- su única respuesta fue una elevación de cejas, dejándome con la duda. Lo odié por eso.

Hablamos cómodamente y disfrutamos del desayuno –en el caso de Iago hasta que su plato quedó limpio; en el mío, hasta que se me hizo imposible comer algo más-.

Él dijo que necesitábamos hablar, y yo sabía que era cierto. Es más, quería hacerlo, no me gusta nada dejar temas pendientes cuando puedo solucionarlos en el instante. Pero no podía, no esta vez.

Miré la hora en mi móvil. Eran las 9:23. Genial, se me hacía tarde. Había acordado con mi padre la tarde anterior que lo estaría esperando en la entrada del edificio de mi amiga quince minutos antes de las diez. Y tardaba casi ese tiempo –quince minutos- en llegar a casa de K desde donde me encontraba.

Iago se ofreció a llevarme. Pero me negué. Había pasado una noche increíble, a la par que extraña, diferente; necesitaba tiempo para meditar las cosas. Y yo adoro pensar cuando camino, escuchando música. Es mi tiempo de relax, el momento en el que me evado de la realidad y me centro en mí misma, en mi vida, en mis problemas... No me fijo en nada ni en nadie. Solo me concentro en la brisa golpeando mi cara y en el sonido de mi adorada música.

Así que nos despedimos en la entrada de su apartamento. Viéndolo vacilar en el último momento fui yo quien se acercó a él plantándole un suave beso en los labios, que se volvió más profundo hasta que puse distancia entre nuestros cuerpos. Después de un "chao" por ambas partes me dirigí a la calle.

Una vez en la acera, saqué mis cascos del bolsillo del pantalón corto, los conecté al móvil y, tocando en la pantalla del teléfono, puse a reproducir la última canción que había escuchado. Amor de hoje de Juvencio Luyiz sonaba a todo volumen. Me gusta mucho esa canción, más por la música que por la letra.

Me puse en marcha, andando a paso ligero y tarareando la canción. Llegué a mi destino en exactamente diecisiete minutos. Poco después de haber llegado divisé el coche negro acercándose. Corrí hacia él y me monté en el interior poniendo una escusa tonta cuando, a mitad de camino, mi padre me preguntó dónde estaba la mochila que había llevado conmigo, diciéndole que me la había olvidado, que volvería a por ella otro día.

Por supuesto no tuve tiempo de hablar con Karen en ningún momento desde la noche anterior. Sabía que estaría molesta por no haberme dignado, tan siquiera, a avisarla de que no iría dormir a su casa. Solo esperaba que no se lo hubiera tomado demasiado mal.

Tendría que hablar con ella.

Iago || PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora