Capítulo 7

130 30 1
                                    

-7-

Por supuesto, Karen se enfadó conmigo. ¿Cómo no? Seamos realistas, lo más probable es que cualquiera en su lugar se hubiera enojado. Estoy segura de que yo misma lo habría hecho si hubiera sido ella quien, en mitad de la noche, me hubiera dejado tirada en un bar cualquiera –por muy Chicago Bar que fuera- con una excusa tan pobre. Todavía más si no me hubiera avisado de que pasaría la noche en otra parte cuando habíamos quedado, con antelación, en pasarla juntas.

Porque, al final, entre unas cosas y otras, uno se acaba hartando de tanta tontería y de tan poca consideración por parte de sus allegados. Si lo sabré yo. Aunque cada persona es diferente, siente de forma distinta y muestra su estado de ánimo de una u otra manera dependiendo de su personalidad y carácter, creo que todo el mundo se ha encontrado alguna vez en esta situación. Cansado, agotado, decepcionado, sintiendo que ha llegado al límite. Vamos, que comprendo totalmente su enfado.

Consciente de la reticencia con la que me estaba tratando por causa de lo sucedido, decidí darle un tiempo. No me habló prácticamente en los tres primeros días de la semana –lo que me pareció eterno-, y yo tampoco la presioné.

Poco a poco, la tensión que se había formado entre nosotras fue disminuyendo a lo largo de esa semana. Nuestra relación no se normalizó del todo –no lo haría tan rápido-, pero yo intuía que no tendría que esperar demasiado para que eso aconteciera. Por lo menos, era lo que quería creer. Al fin y al cabo siempre nos ha resultado difícil mantenernos enfadas la una con la otra.

Fue una semana dura. Muy ocupada. Y al encontrarme sin mi mejor amiga todo lo que me presionaba se me hizo más difícil de soportar.

Tuvimos varios exámenes y los trabajos se acumularon. Mi francés seguía tan malo como siempre y eso hacía que me sintiera realmente impotente en las clases de la escuela de idiomas. Definitivamente y a pesar de mi amor por las lenguas, su aprendizaje no es mi punto fuerte. Buf... que agobiante.

Las matemáticas nunca se me han dado mal del todo. En realidad siempre he sido bastante buena en la materia. Me resulta sencillo comprenderlas, es por ello por lo que en los últimos años he mantenido notas decentes sin la necesidad de estudiar en lo absoluto. Porque, a mi forma de verlo, no hay necesidad de estudiar matemáticas: o se entienden, o no se entienden. No es necesario aprender temas y temas de teoría para saber resolver un problema o una ecuación, es pura lógica.

Ahora, al llegar a 2º de bachiller mis notas en esta asignatura han caído en picado. Y tan en picado, como que no he sacado más de un uno en ninguno de los exámenes realizados. Pero no es culpa de la materia o la dificultad que semejante curso trae consigo. No. Si bien un poco es por mi causa, es culpa del profesor.

Cierto que el hombre –de entre unos 35 y 40 años- parece ser simpático y bromista y está un poco, o bastante, loco; sin embargo, como profesor es un auténtico desastre. Sus clases son entretenidas, sí –teniendo en cuenta que nos pasamos la hora entera haciendo ejercicio tras ejercicio-, y tiene facilidad de palabra, soltura. Pero no sabe explicar las cosas. Que digo yo que las matemáticas, al ser una ciencia exacta, deben de tener una razón de ser detrás de cada fórmula y método de cálculo. En caso de que la haya, él no la explica. Y eso me pone de los nervios.

En estos cinco días me he dado cuenta de que tal vez tenga algún problema conmigo. Es eso o se ha rendido en la labor de enseñarme, puesto que, a diferencia de principio de curso cuando constantemente me hacía preguntas en clase, ya no me manda resolver ninguna operación. Es extraño porque estoy casi segura de que soy la única a la que no pregunta nada de nada. Inclusive creo que ha decidido ignorarme, porque ahora no me mira ni de casualidad. Aunque tal vez sean solo imaginaciones mías, quien sabe.

Al diablo de ojos azules solo lo he visto en las aulas, y no en todas. Me tomé estos días para pensar un poco y aclarar las cosas pero creo que ahora tengo más dudas que antes. Nos dirigimos miradas de vez en cuando. Aunque todavía no hemos tenido tiempo de hablar, no en privado por lo menos.

Él sigue juntándose con sus amistades, lo que no me molesta en lo más mínimo –no esperaba que dejara de hacerlo-. Lo malo es que a su pandilla continúan sumándose los graciosos de turno, que rodean a los otros venerándolos como si de dioses se tratara. Gracias al cielo, los abusos hacia mi persona terminaron tras el "incidente" en los vestuarios, pero todavía puedo oír las burlas y sentir las miradas de superioridad de los secuaces. Como me enferman esas personas tan tristes que no tienen personalidad propia y que no saben pensar por sí mismos. Por lo menos sé que la mirada que Iago me dirige últimamente no es para nada ofensiva; lo que es un alivio, hubiera odiado que me siguiera tratando de la misma forma en que lo hacía antes de la noche del sábado, como si nada hubiera pasado.

Teníamos una charla pendiente, era consciente de ello, aunque no sabía cuando tendría lugar teniendo en cuenta que no nos habíamos dirigido la palabra en cinco largos días.

El viernes por la noche, dispuesta a pasarlo bien y a olvidarme de los problemas y de las preocupaciones varias que aprovechaban para dar volteretas en mi cabeza, salí a dar una vuelta acompañada por un montón de locos conocidos. Junto a Karen, Elena, Silvia, mi hermano y sus amigos. Si ya somos personajes extraños por separado, juntos y revueltos hacemos una curiosa mezcla. Y es que no podemos ser más diferentes los unos de los otros.

Después de comer y de tener un buen par de horitas de descanso las chicas y yo quedamos en nuestro bar habitual: el Noite Meiga.

K ya estaba allí cuando llegué; acompañada de Silvia, una encantadora pelinegra de ojos oscuros, tierna, dulce y enamoradiza, un tanto ingenua y muy divertida. Había sido la última incorporación a nuestro grupo de chicas –tras un par de bajas- cuando, llegada de Barcelona hace tres años, se instaló en la ciudad y comenzó a asistir al mismo instituto que nosotras. El encanto y el carisma de la joven nos atrapó desde el primer segundo y fue lo que hizo nacer esta amistad entre ambas partes, a pesar de que el carácter de ella es radicalmente distinto al nuestro.

Elena –Lena para los amigos- apareció apenas cinco minutos más tarde. Alta y de buena figura, de cabello cobrizo como con reflejos anaranjados y ojos color miel con un leve deje dorado. Lena es lo opuesto a Silvia. Ella es una mujer con mucho carácter y personalidad definida, de opiniones extremas –es complicado hacerle cambiar de opinión sobre cualquier cosa-; una chica dura con quien uno no debe meterse a no ser que esté dispuesto a sufrir las consecuencias, capaz de convertirse en tu peor enemiga o en tu mejor aliada.

Al ser tan diferentes y a la vez tan parecidas, nuestro grupo se complementa a las mil maravillas.

Entramos al bar y nos sentamos en una mesa del fondo. Allí tomamos café y hablamos largo y tendido como hacía semanas que no hacíamos. Aprovechamos la tarde para ponernos al día, hablar de chicos, de nuestros problemas y discutir sobre cualquier tema que saliera a colación.

En algún momento pensé que, a pesar de que yo había sido la causante, la situación con Karen se solucionaría por completo. Tendrá que solucionarse porque es mi mejor amiga. Porque aunque los amigos te fallan a veces, o tú les fallas a ellos, al final siempre están ahí para ti; para ayudarte en las dificultades y para hacerte compañía en los mejores momentos, aquellos que recordarás con cariño por el resto de tu vida.

Iago || PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora