Capítulo 3

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Llegué a casa cansadísima y, aunque nunca jamás lo reconociera, confusa y afectada por el comportamiento de Iago.

Karen me dijo antes de despedirse que seguramente saldría esta tarde a dar una vuelta porque, para empezar, tenía que hacer algunos recados en el centro. Quería que me acordara de avisarla para quedar si me decidía a salir. Le dije que trataría de hacérselo saber fuera cual fuese mi decisión, pero procuré dejarle claro que lo más probable era que, si no salía, no recibiera noticias mías. Estaría durmiendo.

Ya eran las dos y veinte pero no tenía hambre. Fui a mi cuarto y continué la lectura del libro al que estaba enganchada desde hacía dos días. Se trataba de una historia cautivante, diferente a nada que hubiera leído antes: Dulces mentiras, amargas verdades; el primer libro de la saga. Tan solo había avanzado 25 páginas cuando mis ojos comenzaron a cerrarse, sintiéndome cada vez más cerca de los brazos de Morfeo.

Eran casi las diez de la noche cuando me desperté, alarmada por los gritos de una multitud en una habitación cercana. "Los chicos" estaban en casa para cenar. Otra vez. La verdad es que no me parecía mal. No me importaba que mi hermano invitara a sus amigos –o, más bien, a los nuestros- de vez en cuando, pero no me gustaba que lo hiciera con tanta frecuencia y sin avisar; al fin y al cabo yo debería estar enterada, que también es mi casa.

¿Qué ocurre? ¿Es que a estos chicos no les dan de comer en sus propias casas que tienen que venir a esta a gorronear comida? Y lo que es peor, ¿por qué mi hermano lo consiente? Cinco adolescentes estaban tratando de calmar su insaciable deseo de alimento en el comedor. Pensé en ir a saludarlos pero decidí no hacerlo, no tenía ganas de ver a nadie.

Bajé a la cocina, en la planta inferior, y, cediendo a las insistencias de mis padres, comí la mitad de un sándwich a pesar de no tener ganas.

Después me pegué una bofetada mentalmente al recordar que había dormido durante toda la tarde y que, por lo tanto, no le había escrito a K en ningún momento para decirle que no saldría de la cama. ¡Como amiga soy una mierda!

Me acomodé sobre un montón de cojines y retomé la lectura durante las siguientes horas. Cuando el cansancio volvió de nuevo, me dejé arrastrar a un profundo sueño.

***** ***** *****

En la mañana del sábado me levanté tarde. Los gritos de mi madre retumbaban por toda la casa. Al parecer, llevaba más de hora y media tratando de despertarme –desde las 10 am- sin éxito aparente.

Aunque ella es de naturaleza tranquila no es tan difícil hacerla enfadar y, teniendo en cuenta la situación, esta vez tenía motivos para ello. La mujer creía que había estado despierta todo este tiempo, fingiendo que dormía e ignorándola olímpicamente; tenía razones para ponerse histérica. Pero no fue así. Apenas había sido consciente de nada, no es mi culpa que hable en sueños.

Quitado ese pequeño –o no tan pequeño- incidente, el resto del día transcurrió con una normalidad casi enfermiza. Hice algunas tareas y traté de estudiar algo, pero la verdad es que no tenía la cabeza para mapas del tiempo y tipos de relevo.

Al caer la tarde, y como cada sábado, quedé con Karen para dar una vuelta. Soy el tipo de adolescente cuyos padres no le dejan salir en día normal, por muy fin de semana que sea, a partir de las doce y media. Sí, triste pero cierto. Hoy, en cambio, me quedaría a dormir en casa de mi buena amiga K –que habita en una calle más céntrica en comparación a donde yo vivo-. Diría que a la una de la mañana estaríamos de vuelta, aunque no fuera cierto.

Llegué a su casa pasadas las seis y media. Para entonces K ya estaba casi lista. Vestía un hermoso vestido rosado de espalda descubierta y unos zapatos marrones de tacón alto, del mismo color de la chaqueta que pondría por encima. Su maquillaje era perfecto y le hacía resaltar la belleza de sus enormes ojazos.

Yo me cambié la ropa por otra que llevaba en una mochila junto al pijama que usaría aquella noche. Me puse unos shorts negros sobre unas medias de espuma para combatir el frío invernal, una camiseta blanca ajustada con mangas largas de encaje y un escote considerable que me hacía lucir bastante bien, y unas botas negras de tacón preciosas.

Fue mi compañera quien me maquilló, dejándome espléndida. Mi piel no mostraba imperfecciones a pesar de haber usado escasa cantidad y mis ojos, no precisamente grandes, ahora parecían gigantes y mostraban una mirada especial, arrebatadora, como si la chica que me miraba desde el espejo no fuera yo realmente, sino otra.

Después de hora y media al fin estábamos listas. Nos dirigimos a nuestro local más frecuentado, un bar muy confortable que hace al tiempo de pub en horario nocturno: el Noite Meiga. Tras un buen tiempo de diversión, mucha conversación y risas empezamos a movernos de un lugar a otro, de bar en bar, al tiempo que la gente aparecía con la intención de disfrutar de la noche.

Al final, sobre las doce y cuarto, acabamos en el Chicago Bar con unos amigos –no muy cercanos- pasándonoslo en grande. Menos bailar (que a ninguna de las dos nos gusta) hacíamos de todo. Yo inclusive me animé a tomar una copa –teniendo en cuenta que no bebo, nunca, eso es un gran paso-.

Disfruté de mi ron negro con coca-cola, deleitándome con el maravilloso dulzor de la bebida. Y a ese, tan rico como estaba, le siguió otro.

Animada por los cacharros y sintiéndome tan libre y confiada como la música del local y la inmensa cantidad de gente me hacían sentir, canté, brinqué y me reí todo cuanto pude y más.

Cuando me acerqué a la barra, con la piel perlada de sudor, para pedir un agua que me aliviara la sequedad de la garganta, una mano fuerte se apoyó en mi vientre plano y me acercó, apretándome contra el cuerpo duro y musculoso del hombre que se encontraba a mis espaladas. Mi sorpresa fue mayúscula al girarme e identificar al chico de cuerpo perfecto como una versión mucho más sexy del Iago que yo conozco. Realmente él era la última persona a la que esperaba ver en aquel lugar en aquel preciso instante.

Estaba muy cerca de mí, su cuerpo casi estaba pegado al mío y sus manos seguían sobre mi piel, en mi cintura ahora.

Tan próximo como estaba pude observarlo bien. Llevaba unos vaqueros claros que apretaban sus caderas y colgaban hacia abajo, una camisa blanca con los dos botones superiores desabrochados, mostrando parte de su pecho, y su chupa de cuero por encima de esta, que le daba un aspecto de chico malo irresistible. Estaba que quitaba el aliento. Sus cabellos desordenados, sus labios secos y sus ojos más oscuros de lo habitual. Parecía haber tomado.

Se inclinó hacia mi cara y me dijo en el oído:

- Vamos, te llevo a mi piso.- no esperó una respuesta de mi parte. Agarró mi mano con la suya y tiró de mí conduciéndome hacia la salida del local.





Iago || PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora