Capítulo 11

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Fui retomando la consciencia, despacio. Estaba acurrucada en la cama, de lado. Podía sentirlo todo a mi alrededor. Oía el rumor de los coches al pasar por la carretera. La almohada y la sábana desprendían un fuerte olor a menta, que es como huele el champú que Iago usa. La parte baja de mi espalda dolía y mis músculos estaban tensos. Me encontraba calentita debido a las abrigosas mantas. Mis hombros, cuello y nuca estaban destapados y empezaban a enfriarse. Iago debía de haberme metido entre las mantas después de que caí rendida porque estaba tapada precisamente con el edredón sobre el que me había dormido. Con la mano izquierda palpé el lado de su cama. No solo él no estaba allí, sino que el sitio estaba frío –como si se hubiera levantado hace mucho-.

Todavía me negaba a abrir los ojos. Quería continuar durmiendo a pesar de saber que eso era imposible. Presentía que era tarde. Tenía miedo de mirar el reloj y descubrir que había dormido por horas. Se suponía que a las 3 am tenía que estar en casa. Y si se me había pasado el tiempo, ¿cómo lo explicaría?

Sabiendo que no sería capaz de conciliar el sueño de nuevo y que, de todas formas, debía marcharme a casa, abrí los ojos y me desperecé. El despertador digital de la mesita de noche marcaba las 1:56. Al parecer había descansado apenas unos tres cuartos de hora. Menos mal que me había despertado por mí misma, seguramente Iago no me hubiera llamado hasta por la mañana. Cosa que me hubiera acarreado terribles consecuencias.

La habitación estaba a oscuras. Lo único que la iluminaba ligeramente era la luz verde del despertador; la claridad de las farolas del exterior, que se colaba por la ventana del cuarto; y la luminosidad del salón que penetraba por debajo de la puerta.

Me moví hacia el borde de la cama, sentándome. Ahora mi mente estaba despejada pero me sentía agotada. Traté de levantarme, con cuidado. Además de tensos, sentía mis músculos pesados y me costaba moverme.

Conseguí llegar hasta el pomo de la puerta. Antes de abrir me di cuenta de que permanecía desnuda. Recordé que mi ropa estaba en la habitación contigua, sin embargo no quería que nadie me viera así. Ni siquiera él. Estaba barajando la opción de usar la sábana como abrigo cuando fui consciente de una camisa blanca que estaba olvidada sobre el puff rojo que había frente a la cama. ¿Ese puff había estado ahí todo este tiempo? ¿Cómo es que nunca me había fijado en él? Quizás porque era pequeño y quedaba en la esquina más escondida a la vista de la estancia.

De todas formas, cogí la camisa y me la puse. Era grande, por supuesto. Me quedaba por debajo de los glúteos, casi a media pierna. Las mangas me llegaban más allá de las puntas de los dedos. Sacudí el pelo para que no se viera tan revuelto y traté de acomodarlo. Luego abrí la puerta y salí del cuarto.

La imagen de Iago me dejó sin aliento. Estaba increíblemente sexy. Vestía sus vaqueros gastados y nada más. Apoyado en el marco de la ventana, desnudo de cintura para arriba, él no podía verme. Parecía un poco estresado o cansado mientras fumaba un cigarrillo. Inspiraba por la boca a través del filtro, retenía el aire unos segundos y lo dejaba salir de nuevo en forma de una nube blanquecina. Entre tanto yo me preguntaba cómo era posible que, a pesar de haberlo tenido desnudo delante de mí en dos ocasiones, no había podido ver ese gran y hermoso tatuaje que tenía dibujado entre los omóplatos. El diseño clásico de un trisquel celta adornaba la parte superior de su espalda.

La escena era tan impactante que no pude evitar morderme el labio inferior, pensando en todas las cositas malas que me estaban apeteciendo hacerle.

Me acerqué a él. Estaba ensimismado pensando en sus cosas y no se dio cuenta de mi presencia hasta que apoye mi brazo junto al suyo en el alfeizar de la ventana. Entonces se giró a verme.

Iago || PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora