11. Pixeles

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Uno de los paramédicos me sostiene para que no pueda moverme, mientras que el otro prepara una jeringa con algún tipo de medicamento que desconozco.

— Esto no dolerá – dice, mirando la aguja hasta que sale una pequeña gota –, mientras no te resistas.

Yo no digo nada. Siento un ligero ardor cuando la aguja penetra la piel de mi brazo izquierdo.

Aquí adentro está frío. Deben tener el aire acondicionado encendido.

— ¿Qué quieren de mí? – pregunto, mi cuerpo se siente muy débil, como si hubiese corrido un maratón.

El paramédico que me inyectó es pelirrojo, es apenas unos cuatro años más grande que yo. El otro debe tener unos 30 años, lo veo en sus rasgos más maduros y marcados.

— ¿A dónde me llevan? – mi voz suena débil. Ambos me ignoran.

Y, lentamente, siento mis ojos pesados. Intento mantenerlos abiertos, pero me cuesta trabajo. Se abren y se cierran cada dos segundos, hasta que no veo nada.

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Abro los ojos de golpe. Una lámpara de luz blanca ilumina la habitación, pero mi vista está borrosa. Trato de adaptarme a la luz, después de varios segundos, veo todo claro. Estoy acostado en una camilla, con una sabana blanca cubriéndome la mitad del cuerpo.
Una pulsera negra de plástico está sujetada de mi muñeca, tiene una luz blanca, no sé para qué pueda servir.
Levanto mi cabeza para poder mirar a mi alrededor. Es una habitación pequeña, las paredes son blancas. No hay ventanas. Hay una televisión justo en la pared de enfrente. Creo que estoy en el refugio de la ciudad o en el hospital, da igual.

Me apoyo con mis manos para sentarme. No recuerdo cómo llegué aquí. Lo último que vi fue a un hombre inyectándome. Mi rostro se siente extraño cuando frunzo el ceño. Toco mi frente para averiguar qué es lo que me ocasiona esta incomodidad. Mi ceja izquierda se siente dura e irregular. Debieron haberme cosido la herida, esa cosa debe ser el hilo que une mi ceja.

En la esquina superior izquierda de la pared de enfrente hay una pequeña cámara negra como las que vigilan en los centros comerciales. Debajo, una puerta de cristal que me permite ver todo lo que hay afuera.

Tengo que salir de aquí. Quito la sábana de mi cuerpo, llevo puesto una bata típica de hospital, giro las piernas para poder bajarme de la camilla.

— No lo hagas – es mi padre entrando a la habitación, lleva un pantalón formal negro, una camisa blanca sin corbata y un saco azul oscuro –. Quédate ahí.

— ¿Dónde estamos? – le pregunto fríamente. Obedezco su orden y me quedo sentado.

— Buenos días – dice sarcásticamente –. Pensé que te había enseñado buenos modales.

— ¿Dónde estamos? – le exijo otra vez.

— Estamos en el centro de congresos de la Plaza Madre.

— ¿En la Plaza Madre? – pregunto sorprendido – No, esto parece un hospital, mir...

— Es porque sí hay un hospital. El centro de congresos está diseñado como un segundo refugio en la ciudad, pero nadie lo sabe – se cruza de brazos –, es decir, el primer piso es lo que todos conocemos: el lugar de reuniones gubernamentales, toma de decisiones, etc. El segundo piso subterráneo, es el hospital, está equipado con todo lo que se necesita para atender a unas doscientas personas. Y el último piso subterráneo es el refugio, doscientas habitaciones con camas, baños, comida, ropa, todo.

— ¿Y por qué yo no estoy en el refugio o el hospital de la ciudad?

— Porque ya no cabe ni un alma más. De todos modos, aquí estás mucho mejor. Tienes privilegios que los demás no tienen.

— Yo no quiero tener privilegios. Preferiría quedarme así como estaba, mi herida no era tan grave – estoy comenzando a sentir rabia —. Aira si está grave, se golpeó la cabeza y debe seguir inconsciente ¡los paramédicos no la ayudaron! ¿Por qué?

— No podíamos ayudarla – pone sus manos en los bolsillos y se pasea por la habitación, observando todo a su alrededor –. Este hospital es exclusivo para las personas más importantes de Aurgart, y, como sabrás, yo soy una de esas personas importantes, y como tú eres mi hijo, pues puedes estar aquí.

— ¡Que injustos son! Tantas personas desamparadas sufriendo por encontrar ayuda y ustedes aquí, dándose el lujo de tener todo lo que necesitan. Me sorprenden, pensé que Aurgart era un buen país, solidario y comprometido con su pueblo, pero ya veo que lo más importante son sus gobernantes corruptos.

Me paro de la camilla, esquivo a mi papá
para salir de la habitación, este no hace nada por detenerme. Ni siquiera voltea a ver mis acciones. Estoy a punto de salir por la puerta y mi padre habla. Me detengo.

— No lo intentes. No puedes escapar. No llegarás lejos. Hay seguridad por todas partes –. Él sigue de espaldas.

— Tomaré el riesgo.

Doy un paso fuera de la puerta y una alarma comienza sonar, la pulsera en mi muñeca se ilumina de color azul. Lo único que me faltaba. Volteo a ver a mi padre.

— Te lo dije – levanta sus hombros y las cejas. Se acerca a mi.

Un guardia de seguridad corre hacia mi. Su uniforme es completamente negro, lleva una boina y zapatillas negras, una pistola en cada lado de su cinturón.

— No puedes salir de la habitación sin autorización – me dice.

— No hay problema – le dice mi papá al guardia, poniéndole una mano en el pecho –, él ya regresará a su camilla – voltea a verme, abre muchos sus ojos y me señala la camilla – ¿verdad?

— Si, lo siento, yo solo... quería ir al baño – miento.

— El baño está ahí – señala la pared de la derecha.

— ¿Dónde? – realmente no veo nada, es una simple pared blanca.

— Ahí – señala con el dedo –. Debes tocar el botón para que se abra la compuerta.

Me acerco a la pared, hay un pequeño botón metálico color plata. Lo presiono y, mágicamente, se abre una puerta hacia arriba, como si la pared desapareciera por arte de magia, como pixeles destruyéndose, lo que provoca que dé un paso para atrás y cierre mis ojos por el susto.
Dentro, hay un baño típico, el retrete, un lavamanos y un espejo.

— Gracias – le digo.

— Cuando entres, automáticamente se cerrará el panel. Y cuando quieras salir, solo debes oprimir el botón que hay adentro.

— Perfecto.

Entro al baño, y como dijo el guardia, el panel se baja detrás de mí, ambos desaparecen de mi vista.
Aprovechando que estoy aquí, hago pipí y me lavo las manos con jabón.
Me veo al espejo y puedo ver mi ceja, un pequeño hilo color verde apenas se distingue. Creo que hicieron un buen trabajo, mi ceja está unida y no tengo rastros de sangre.

Salgo del baño. Ya no hay nadie, la puerta de cristal está cerrada.

Éste, es el momento de pensar en mi plan de escape.

Las Armas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora