Todos, absolutamente todos, en algún momento de nuestras vidas nos hemos enamorado de alguien o hemos tenido un amor platónico. Y no, no lo nieguen porque estoy completamente segura de que es así. Algunos se enamoraron desde niños, otros en la adolescencia; yo me enamoré cuando éramos unos niños de apenas ocho años.
Lo recuerdo perfectamente, tal como si me hubiese enamorado ayer.
Fue algo extraño cuando salí de esa gran confusión que tenía internamente y me di cuenta: me había enamorado de ese niño. ¿Cómo se le llama a ese no sé qué que sientes cada vez que ves a esa persona? No, mariposas no son ni elefantes ni un zoológico en el estómago. Eso tiene un nombre y sí, el amor cuenta ahí.
Desde que nacimos fuimos amigos, quiero decir, desde antes de nacer. Nuestras madres eran amigas desde el último año de la escuela, estudiaron juntas en la misma universidad y se mudaron al mismo barrio. Sí, su amistad era de esas perfectas con la que toda chica sueña. Ambas decidieron que querían tener un hijo pero dejaron eso en manos del que está arriba, y que fuera lo que Él quisiera.
Primer nació él y a los tres meses después nací yo. Cuando supieron el sexo de ambos, nuestras madres planearon infinitas cosas en sus cabezas: querían que nosotros, él y yo, en un futuro, uniéramos las dos familias. Pero eso realmente no era decisión de ellas, era decisión de nosotros.
Ni siquiera de nosotros, era decisión del futuro. Del destino.
Crecimos juntos, fuimos al mismo jardín, a la misma escuela primaria y por último, a la misma secundaria. En la primaria fui su consuelo cuando lloraba porque las niñas mayores que nosotros lo acosaban por lo bonito que era —sí, eso le molestaba y salía llorando—, fui la que lo calmaba cuando los niños le buscaban pelea, su consejera cuando se fijó en una niña mientras cursábamos primero, fui su compañera de excursión en quinto grado —no me dejó ponerme con otra persona—. Él fue mi consuelo cuando todo me salía mal al principio, cuando las restas no me daban, fue mi defensor cuando las niñas me jalaban el cabello solo porque era la única que andaba con él. En la secundaria fui su tutora de una materia: literatura; en ese ciclo no pude seguir siendo su consejera, al menos no como antes porque fue ahí cuando me di cuenta que realmente me pasaba algo con él.
Viví todas sus situaciones, él vivió las mías. Fuimos nuestro primer beso y nuestra primera vez.
Siempre me sube y baja algo por todo el cuerpo cada vez que recuerdo cómo pasó todo. Nuestro primer beso fue en la escuela, en un pasillo que estaba vacío. Yo estaba metiendo los libros que tenía en mi casillero a mi bolso, eran varios y pesados; cuando había metido la segunda enciclopedia sentí que se me resbalaba el bolso pero como yo soy yo, pensé que podía resistir. Cosa que no fue así, se me cayó el bolso y junto con él, los libros y unas hojas que tenía. Me agaché a recoger las hojas regadas y los libros, vi que sus zapatos quedaron cerca mis manos y al levantar la cabeza para verlo directamente, me encontré con sus ojos muy cerca de los míos, su nariz rozando con la mía al igual que nuestros labios. Hasta que, en cuestión de segundos, decidimos cerrar ese pequeño espacio. Sentí demasiadas cosas. Era mi primer beso. Era su primer beso.
Era nuestro primer beso.
Duramos dos días sin mirarnos fijamente y sin hablar más de lo normal, del típico saludo no pasábamos. Fue realmente incómodo hasta que aclaramos las cosas. Llegamos a la conclusión de que el beso había sido perfecto y maravilloso. Me dijo que le alegraba que hubiera sido conmigo, que no se imaginaba besando a otra persona. Ya podrán imaginar cómo me sentí al escuchar eso, mis mejillas casi botaban fuego de lo rojas que estaban. Él se burló de eso.
No entraré en detalles de cuando pasó nuestra primera vez porque termino llorando o me embobo pensando en todo.
Volviendo a la realidad, ya no estamos juntos. Dejamos de vernos cuando teníamos 17. Él se fue a estudiar a otra ciudad, algo retirada de la ciudad donde vivo. Ya no hablamos como antes, obviamente por la distancia. Nos llamamos, sí, escasas veces. Nos texteamos, también, pero pocas las veces debido a sus estudios y los míos. Los horarios son un poco pesados. Aparte que él trabaja en la empresa de sus padres, y yo en la de los míos.
Lo extraño, y mucho; espero verlo pronto. Su mamá me da razones a veces de cómo le está yendo, incluso me muestra las cosas que le manda desde allá, me muestra las fotos de alguna ruta académica o de algún trabajo súper exitoso que haya hecho, como también me muestra fotos de sus amigos y de su novia. Me hace sentir orgullosa el saber que le va demasiado bien allá, que tiene nuevas amistades, que tiene una novia, que al fin está queriendo a alguien. Vamos, obvio me duele saber eso pero si eso le hace feliz, pues yo también lo estoy. Lo sé, es cursi pero el amor te pone así. Ella, su mamá, también le da mis razones y le habla de cómo me está yendo, pero no le dice nada de aquello. Quise que no le contara esa pequeña pero notoria cosa que estaba pasando conmigo.
Sabía que si él se llegaba a enterar, no reaccionaría bien. Se enojaría conmigo, y le dolería.
Y yo no quería eso. No quería tenerlo alejado, más de lo que estaba, de mí.
↬𝒉𝒊↫
ᴍᴇ ᴅᴇᴄɪᴅɪ́ ᴀ ᴘᴏsᴛᴇᴀʀ ᴇsᴛᴀ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ ǫᴜᴇ ᴛᴇɴɪ́ᴀ ʜᴀᴄᴇ ᴄᴜᴀᴛʀᴏ ᴀɴ̃ᴏs ᴇɴ ʙᴏʀʀᴀᴅᴏʀ. ¡ᴇsᴘᴇʀᴏ ǫᴜᴇ ʟᴇs ɢᴜsᴛᴇ!