Restricción

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Huir como un cobarde, en eso me había convertido. El sabor amargo no se iba de mi paladar. El dolor de mi pecho punzaba como una puñalada.

 Perdido. Estaba perdido. No había fracasado en tantas cosas juntas nunca:

 No había logrado mantener una relación fría con Eve.

Había caído ante la naturalidad de su compañía y lo despistado de su carácter.

Me había dejado engatusar por su picardía.

Había sucumbido a la tentación con demasiada facilidad.

Me había perdido en un beso.

Había renunciado tras una pelea.

Había caído ante ella y era incapaz de alejar la avaricia.

Sin derecho a ello. Había querido tomarla innumerables veces.  Pero me aterrorizaba perderla.

Había fracasado en todo ello y mas, sabiéndolo. Sabiendo que la perdería. Que me dejaría. Que me odiaría. Sin el valor para confesar. Sin el valor para tomarla sin importar que después me odiase. Odiándome por mi debilidad y cobardía. Ese era al fin y al cabo el problema. Estaba aterrado. El miedo que me asolaba cuando no trabajaba, cuando caía la noche y debía volver junto a ella, el miedo que se abría paso en cualquier momento en el que me encontrara solo. Un miedo que se alimentaba del secreto. Y que me hacía recordar.

Recordar como era antes.

Recordar una vida gris, una vida de deber y soledad. Una vida que parecía tan lejana desde que Eve había golpeado fuerte en esa puerta que cerraba mi corazón. Tras probar algo tan cálido ¿Cómo podía volver al frio gris?

La cobardía y la codicia.

Luchaba contra ellas en cada asalto que realizaba el miedo. Como ahora. Sentía el temblor de mis manos. El sudor frio en mi espalda. Y mi cabeza se llenaba de Eve. De sus ojos directos, su cabello suave y sedoso, la fragancia que compartíamos acariciando mi nariz, incitándome a perder el control. Y como deseaba que pasase. Y a la vez temía que pasase.

Su piel cálida y suave. Deseaba recorrer cada rincón de esa sedosa piel. Ese calor embriagador tan acogedor y a la vez tan excitante. Aun recordaba su tacto, la sensación de perdida de control, el deseo... La codicia.

No podía seguir así. No debía. Y a la vez... A la vez era incapaz de controlar ese deseo. El deseo de ver sus ojos llameantes cuando no la prestaba atención. No entendía lo mucho que debía concentrarme para no acabar dibujándola a cada rato. Cuando se enfadaba por que huía. Acaso no notaba lo que me costaba no tocarla, no besarla, arrancarle la ropa y hacerla mía. Unirla a mi. ENGULLIRLA .

¿Le gustaría eso?

NO.

Me odiaría.

La perdería.

Solo era cuestión de tiempo. Cuestión de tiempo...

La casa estaba en absoluto silencio cuando regrese a esas horas de la noche. Thomas abrió el portón para mi. Esa era su guardia.

-My Lord.- Encendió el candelabro con la vela que reposaba junto a su puesto.

-No se preocupe, Thomas. Vaya a descansar, yo mismo me alumbrare.- Le cogí el candelabro y sin mirar si seguía mi consejo, me dirigí al taller. Suspire, enterrarse en trabajo era lo mejor para olvidar el desafortunado encontronazo con la abuela de Eve.

Giré el pomo y para mi sorpresa la puerta estaba cerrada. Me gire para pedirle la llave a Thomas. Obviamente había seguido mi consejo. Muy oportuno, cuando quiero que lo siga no lo hace y cuando no quiero que lo haga va y lo hace.

Bésame, obedeceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora