Amores insolentes, intranquilos, infames...

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Días de barro y cicatrices. Días que se quedan colgados entre las semanas y aparecen en los calendarios cuando menos te los esperas.

Días de verano en los que solo apetece quedarte en casa con mamá después de haberla acompañado toda la mañana en la compra y, tirados en el sofá, cerca de su tripita de embarazada, has disfrutado de la sandía y un zumo frío, y esperas dormirte la siesta con ella.

Días en los que los parques se quedan vacíos de gente y tú te sientas con el primer amor de tu vida a contaros las tantas batallitas que habías protagonizado en sueños y películas.

Días en los que las promesas de los sábados por la mañana son testigos de que él o ella no va a volver y vas a tener que caminar de la mano de quien te ha sabido soportar.

Días de pararte frente a la puerta de su casa y secarte dos lágrimas con el dorso de la mano, porque sabes que si se ha ido ya no te queda nada. Solo sus ventanas y una luz apagada...

Días abiertos, de sol apagado y cielo nublado, días cerrados de calor encendido y cuerpos oxidados, de tumbarte en el sofá junto a otra piel desgastada y convertirte en sombra, en miedos, en aire de metal o de oro.

Días de amores tan insolentes que te provocan con una mano. Días de electricidad plasmada y armas cargadas; dispararán corazones y grapas para separar el cariño.

Días de carreras y maletas. Días de despedida y de decirle a mamá que dejarás la universidad porque te han roto el corazón otra vez y no lo puedes soportar.

Días de helado y quemaduras. Te dicen adiós y se esfuman de tu agenda personal: días de puertas entreabiertas y besos dormidos.

Días en los que el azúcar te sabe a sal y otro nombre promete acariciarte sin comprometerse a nada. Acabas cansándote de todo, pero se enamora como nunca antes. Son años de felicidad intermitente que a veces, con los libros y su olor, vuelven a tu memoria.

Días de risas y amistades; lames con la lengua todas las dedicatorias fallidas y dices que quieres continuar. Mamá estará esperando en casa otra vez, con otra sandía y otro zumo. Dormir la siesta nunca sabía tan bien como antaño, ¿no?

Días de amores intranquilos que te remueven el alma y el pecho, te ruborizan hasta las alas de la esperanza y te tiran el mundo abajo como si hubieran muerto en un accidente de coche. Días que fulminan con el paso de las horas lo que los doctores del hospital no pueden arreglar, y se para todo...

Días de agua y de mar. Días en los que a veces una mirada estancada en febrero, un trece o veinte, te suplica que la olvides para que seas feliz y que su amor no será pasajero.

Días de puñetazos, de golpes, de destino mal encarado. Días de perder la cabeza, de no ser tú mismo/a, de alejar de tu contienda toda condena de imágenes y precipicio.

Días de película cuando vuelves a encontrarte con ese alguien que no se atrevió pero aún te toca por dentro como la primera vez que lo hizo. Días de ilusión rota cuando te dice que está saliendo con alguien más y que tú siempre serás la mejor amistad que jamás tendrá; y ahí te vuelven a separar.

Días de fe, de oración, de súplica para pedir perdón y llamar a mamá cuando terminas de comer. Días entre las alturas y las nubes, en los que alguien toca a tu puerta sin querer, cogiendo, futuramente, la mano de un nombre más bonito que el tuyo y su sonrisa... Su sonrisa... Hará que escribas en vez de hablar, porque si sueltas una sílaba más romperás a llorar.

Días en los que la música complementa a las flores; has caminado por la rectitud, te has vuelto estable y autónomo/a. Manipulas tus sentimientos a tu manera, haciéndote mayor, comprando en la panadería una tarta de melocotón y te alegras la mañana.

Días de amores infames, malévolos, paupérrimos en su especie, que dicen que quieren volver porque estaban estables contigo, te arañan con más dureza que hace años y dicen que es porque tus cicatrices no han terminado de curarse. Mentirosos y desgraciados.

Días en los que vuelves a pasear por el cementerio y te das cuenta que, entre amores insolentes, intranquilos e infames, no te has dado cuenta de que mamá ha estado ahí contigo, a tu lado, incondicionalmente. Y rompes a llorar cuando ves su nombre grabado en el nicho, entre las flores amarillas y violetas.

Días en los que, arrastrando tu pena hasta el suelo, te das cuenta que ninguna compra, ninguna sandía ni ninguna siesta será igual a como lo eran cuando lo hacías con mamá. Porque habrán pasado por tu vida millones de nombres, de olores y sabores, de sueños y de historias...

Pero solo al final de esos días, quien te lo dio todo siempre fue mamá.

Te quiero, mamá...

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Con esto acabamos el recorrido de distintas historias y distintos amores, de cosas que ocurren diariamente y no podemos impedir porque se nos escapan de las manos.

Espero que todos aquellos que hayan seguido todas y cada una de las historias, de los segundos de una vida, de otra y otra, disfrutaran con cada paso y cada firma que he intentado dejar en cada una de ellas.

Gracias a todos vosotros, porque habéis formado de una manera u otra todas y cada una de las etapas de esta obra. Gracias por los comentarios, por los votos y por animarme a cerrar este bloque.

Y os deseo, con mucho ánimo, que os encontréis en vuestra vida, al menos, con un amor infame. No porque os odie, al contrario: los amores infames son los que nos hablan de experiencia una vez que los hemos superado y aprendido.

Encontraos con más amores infames, sufrid por amor, porque es de la única manera en la que podréis disfrutar de verdad de un amor que te sujete y complemente.

Gracias, pequeños infames.





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