Cuando Diana derroche amor... (Parte 4)

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Mirando hacia todos los lados, no encontró ni rastro de un joven que fuera lo suficientemente franco como para entregarlo todo a Diana en un par de semanas. ¿Qué estaba pasando? ¿Perdía facultades?

Su madre y su tía estaban un poco más allá, sentados, bebiendo algo del poco champán que quedaba en la botella. A ratos, su madre la miraba con el ceño fruncido; no sabía lo que Diana estaba generando con el torbellino de corazones rotos que estaba dejando a cada paso que daba.

Aunque sabía que algo le removía por dentro, que le pellizcaba la conciencia como cuando el cielo del paladar choca con una lengua que no esperabas. ¿Le dolía haber roto con Pablo? No, no; ese grandullón apenas supo cómo tomarse esa ruptura, si golpeando sacos de boxeo o encerrándose en su casa a jugar con la Xbox.

Era un pinchazo más agudo, más profundo.

Pero el remordimiento no dejaba paso a través de su cortina. Se me pasará, se dijo dándole otro trago a la copa que sostenía en la mano, como la dama de honor desesperada que siempre necesita liarse con el más adinerado de la boda.

Solo que no podía sacarse de la cabeza la imagen de él, tirado en el suelo mojado, con la sangre escurriéndole del labio hasta el asfalto, mirándola con esos ojos repletos de inquina, de rencor... O sinceramente la miraba con la pena de reconocer a una mujer tan estúpida como ella, cuando con él podría haberse comido el mundo y el universo de dos simples bocados.

Que aprenda que no todo para nosotras es fácil, se protestó en el interior, y para ellos tampoco lo debe ser. Les dejo un buen partido a las demás...

- O a lo mejor no quiero dejar perder ese buen partido... -murmuró por lo bajo, entre dientes, colocándose la copa sutilmente en la boca.

¿Se estaba enamorando?

Eso es imposible; en toda su vida se había enamorado de verdad. Diana siempre fue la típica chica que recelaba mucho de vestir provocativa, que no dejaba que la tocaran con facilidad ni le dirigieran la palabra como si fueran aptos para su respuesta. No, no estaba sobrepasándose. Ella sabía mejor que nadie que si su padre se iba, ningún otro hombre podría entrar en su vida.

Y sin embargo su imagen volvía a su cabeza: tirado en el suelo, mojado y golpeado, con el corazón roto en un puño y en la otra mano con mil excusas para suplicarle que no le hiciera aquello. Y Diana le destrozó. ¿Por qué no se lo quitaba de la cabeza? ¿Por qué perseguía sus noches en vela para perturbarle el sueño y sentir que debía llamarle a las tres de la madrugada, pedirle disculpas, visitarle a su casa y abrazarle, enganchada al cuello, susurrándole que lamentaba todo y que no quería que ahora él le hiciera daño a ella?

Diana, contrólate, has venido a disfrutar, no ha sentirte culpable por todo, se dijo antes de llegar a la puerta del baño. Una vez allí, mientras un camarero pasaba con una bandeja llevándose las copas ya bebidas, miró hacia el pequeño escenario montado en el salón, y allí estaba, vestido muy elegante y con el pelo revuelto sutilmente. Estaba guapo, eso no le cabía duda, y su corazón saltaba en su pecho a pesar de que su voz interior le exigía que se callase. Pero eso no era lo que le preocupaba a Diana, sino, ¿qué estaba haciendo él... ALLÍ?

Embobada, se perdió en los pasos que estaba dejando hasta el escenario, pidiendo el micrófono, y su madre se paró a su lado.

- ¿Es...?

- No sé qué hace aquí, mamá. ¿Qué...? -quiso preguntar, volviéndose hacia ella, pero el sonido del micrófono la interrumpió.

- Enhorabuena a los recién casados... -saludó con la mayor de sus sonrisas sinceras. Pero, cuando creyó que ahí se acababa la cosa, sus ojos se clavaron en Diana y su sonrisa se congeló de falsedad y diversión. Le guiñó un ojo-: Espero que tengas un buen baile... Diana.

Amores infamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora