Sábado de noviembre

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Sábado de noviembre.

11:30 de la noche.

Busca en su voz algún ápice de recuerdo, pero apenas descubre un hilo intranquilo.

Ha muerto lo que entre ellos saltaba, crispaba, se hacía notar.

Y ella cree que con volverlo a llamar todo volverá a ser como antes.

Lo duda.

Sábado de noviembre.

11:33 de la noche.

El teléfono sigue sonando, y él, que ya está cansado de escuchar las mismas escusas, se derrumba en el suelo, sentado y apoyando la espalda en la pared, junto a la cama, regala dos suspiros que le dejan sin aire.

Ha vaciado las cajas. Cuánto le ha costado hacer esta mudanza.

Los cuadros que cuelgan de las paredes desnudas apenas rellenan los espacios de cuentos de cristal.

Y aunque la maleta sigue tirada y deshecha en la nueva cama, no se ha atrevido a vaciarla.

Siente que ya no le queda nada.

Sábado de noviembre.

11:35 de la noche.

No hay luces en la casa.

El silencio esconde misterios que él prefiere callar.

Vuelve a sonar el teléfono, pero decide que quedarse allí sentado es la mejor opción que tiene. Enciende un mechero, recoge el vaso del suelo y da un último trago, apurando el whisky que le quema la garganta pero ayuda a deshacer las lágrimas que se guarda en ella.

Ha estado entre sus brazos; y lo que se imagina vuelve a perturbarlo más que las palabras de ella. Quería creer que era su nombre el que musitó entre gemidos mientras otro hombre la poseía con la magia que él nunca supo darle.

El contestador responde con un "De veras, te pido perdón; fue un error...".

Quiso creer que mientras le abrazaba, se acordó de él.

Sábado de noviembre.

Sexta llamada.

Descontrol horario. Quizás ya fuera medianoche.

Otra vez rellenaba de alcohol puro su vaso, y bebía, ahogaba en su cuerpo cada palabra que le dijo, cada tirón de camiseta, cada vez que la ropa hacía el amor, como ellos, a los pies de la cama.

No contestó.

Se sintió deshecho. No quería a nadie a su lado, y sin embargo no paraban de llegarle llamadas de sus amigos, de conocidos, de los que habían averiguado con el tiempo que habían roto y no entendían porqué.

"Pudríos todos".

Se rompió aquel reloj que ella le regaló el día de su cumpleaños. La luna aulló desde allá arriba, con el viento otoñal arrastrando las últimas hojas secas del suelo y moviendo las ramas tiesas de árboles que cercaban el edificio.

La noche era casi translúcida. No había nadie por la calle. Y el frío se colaba por la ventana abierta, de par en par -ondeando las cortinas-, de su habitación. Perdía hasta su fracaso. Un olor a beige y a tierra inundó su pechó medio descubierto de la descolocada y desabrochada camisa esmeralda y gris.

El mechero se iba gastando, así que prendió el pabilo de la única vela que le quedaba de ella. Se quedó observando cómo la llama consumía la cera violácea de la vela, quemando el aire en lilas y pistilo.

Amores infamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora