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Siempre, en la ciudad que huele a mar, esperaré las falsas horas que hagan falta, los rápidos destellos de atardeceres que murieron en tu piel, hasta que naufrague en el vaivén de tus caderas. O cuando se pierdan en el horizonte, en esa idea de imagen de ti que se me queda impresa.

No sabes ni si quiera la de noches que desperté y dejé que el aire erizara mi piel, buscando tus caricias. Recuerdo haber besado tu clavícula sobre las cinco de la mañana, y cuando volvías la mirada hacia los primeros rayos de sol, bostecé y me dijiste que "no".

Tú mejor que nadie sabes que nunca voy a abandonarte; corre todos los kilómetros que te hagan falta que yo siempre esperaré aquí, en esta habitación de hotel, rememorando cada irremplazable escena en la que una tempestad partía el techo en dos y convertía cada sutileza en una nueva historia de amor. O eso pensé...

Llevo ya tres horas mirando por la ventana; parecen mil horas. El descontrol de mi mente provoca vertiginosos agujeros de horror empañados con alguna sutil capa de sexo. Cada vez que se me ocurre pensar en que no vas a volver vuelven a mí todos esos momentos en los que dejabas el paraguas en la esquina de la habitación y bebíamos el último sorbito de aquella marca que dejamos en la piel por última vez. Supongo que ya es hora de soltarte y dejarme caer.

Yo que pensé que iba a dibujarme un bonito futuro en tu espalda, que íbamos a hacer un retrato de amor con las tonalidades que desprendían nuestras yemas cuando nos tocábamos la boca para silenciar todo lo que nos faltó por decir. Cuando me suplicabas en inglés y yo te ofrecía otra promesa de amor en francés; cuando a veces las palabras en castellano solo servían para nombrarnos a gritos y de lejos, para encontrarnos algún día, en algún punto de nuestra geografía, quizás tú en París y yo en Londres; o, simplemente, desdibujar la antigüedad y nuestra historia, nuestra nostalgia, para prefabricar otro momento en otro hotel, en otra habitación, en otra ciudad que no sea en la última donde dormimos esta vez.

Vuelves a correr por el camino desolado de la angustia. Podrías volver, lo sabes, cuando, a partir de ahora, voy a dejar que el corazón argumente todas las batallas de alcohol y derroche de dos que se guardaron en esta habitación. Las matemáticas nunca se me dieron bien, y quizás un amor de dos por dos nunca significó que te quedaras aquí, que no hubiera rival ni un robo de personalidad. Quizás, si la raíz cuadrada de quédate conmigo no fuera sal por la puerta, hubiera entendido que lo que ocultaste debajo de las sábanas, sobre el colchón, no fuera otro corazón que sabe que se ha hecho tarde.

Añoro besarte; se me acaba el tiempo, los minutos a contrarreloj, y lo único que quiero, antes de envenenarme, es besarte, comerte a besos, recorrer con mis labios las calles que un día construimos los dos desde tu cuello hasta el final de la pasión; volver a atrás, reiniciar el juego de una manera u otra, resetear, volver a saborear la vainilla de tu boca, la vainilla de la ropa en el suelo, de un tirón, y quemarme las ganas de ti. Ahora vuelvo a abrir los ojos y el sol está saliendo por el horizonte, por donde tú seguías caminando descalza, con los tacones en la mano, y diciendo adiós con un par de dedos levantados.

Nunca se te dio bien empatizar con mis sentimientos. A veces yo he sido impulsivo, tosco o arduo, pero tú tampoco has dado tu brazo a torcer: siempre, cuando el miedo te viene a visitar, huyes hacia el cielo como si fueras una estrella que se ha caído junto a mí sin querer. Quizá estoy anclado en el ayer, pero prefiero quedarme un tiempo más en ésta melancolía antes de correr sobre las cenizas que vas dejando en tu huida de todo lo que quemamos juntos.

Me quedo quieto, mirándote marchar, sofocando las heridas internas que lloran de vez en cuando, con alguna recaída. ¿Cómo le digo a mi instinto que tu gobierno se ha rendido y no quiere volverlo a intentar, que no quiere hacer campaña por romper nuestras barreras y socializar nuestro comercio de besos? Porque otra vez actúa como un ingenuo cuando las palabras que pronuncias invocan un adios.

Si tan solo tu perfume se quedara en la cama, si no desapareciera en el cajón del olvido junto con tu partida, podría dejarte parte entre la caja de las cosas más bonitas que me quedo hasta que te vuelva a ver, sin tener que verlo ir impotente, atravesando esa puerta que lo único a lo que me lleva es al vacío una vez más. Si, ahora, me permitieras frenarte en seco y abrazarte por la espalda, creando una dramatización de una actuación a media función sin ningún beso de despedida ni ninguna caricia rota, dejaría que tú sola volvieras los días atrás, sin tener que coger otro tren, quedándote en las vías, desnudándote por completo, utilizando tu vestido como una cortina entre el placer y lo prohibido, solidificando la liquidez con la que tus cartas de despedida quedaban flotando en un buzón con nombre de nadie que suene a viento.

Aquí estoy, dejando que el mundo se pare una vez más; y con él mi corazón.

Aquí estoy, intentando renacer de tus cenizas el fuego de otro otoño entre sus piernas.

Aquí me quedo, firmando en las paredes y en las cortinas la de veces que me has devuelto una mirada y una lágrima al subir a ese tranvía, sin piedad ni amor propio.

Otra vez el mundo se ha parado; y con él mi corazón.

Otra vez nadie me avisa de que vas a consumirte dentro de mí como la espera insoportable de dentro de otro año más.

Otra vez inventándome tus ojos avellanados en las madrugadas de enero, los que me provocaban; los que nos provocaban a ti y a mi, apagando a la luna.

Son las cinco de la madrugada, otra madrugada fría de enero. El mundo se ha parado, y con él...

Con él, mi corazón.

Amores infamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora