Permíteme cometer el mayor error de mi vida... (Parte 2)

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Si de nuevo el viento quiere soplar contra el norte y la tormenta vuelve a despertarse en una tarde adicta al frío, Sandra volvió a encontrarse con él.

Quizá si Alba no hubiera acabado de la mano con el chico de aquella tarde, el de la apuesta, Sandra no tendría que tener que volver a verle a él...

No podía entender cómo es que obligaba a sus ojos a desviar la vista, pero instintivamente se escapaban hacia su mirada. Y él tampoco se cortaba. Pero ella sabía que no sentía nada.

Y menos mal que estaban allí Leo o Beatriz, si no, no hubiera tenido escapatoria de una sarta de reproches sobre porqué te marchaste dejándome debajo de la lluvia. Así que tragó saliva y se terminó la Coca-Cola antes de tiempo, disculpándose por irse tan rápido, sin dirigirle una mirada indiscreta al chico. Pero no sabía que él, acto seguido, fue tras ella.

- Joder Sandra, explícamelo -protestó cuando la agarró del brazo, lejos del campo visual de sus amigos, y obligó a que se diera la vuelta.

- No puedo.

- ¿Porqué no? -preguntó con demasiada impotencia cargada en sus manos abiertas.

- Por que no sé lo que siento.

Día tras día, Sandra argumentó efusivas y monótonas excusas sobre porqué no quería quedar si Alba traía a su novio. Quizá, los siguientes cinco meses fueron los más complicados; quizá, temía enamorarse sin tenerse que enamorar.

La primera semana de mayo irradiaba una sensación etérea de humor crispado por mariposas de humo y piel. No podía perderse esas películas en casa, Alba y su novio abrazados en el sofá, junto con el amigo íntimo de éste y Bea y Leo al otro lado del sofá. Y ella con él en el suelo, a veces rehuyendo el contacto físico, a veces pensando en lo que podría pasar si de improviso se lanzaran a matar a la boca.

Los desayunos en la cafetería de al lado de casa de Bea eran los peores. Siempre había tostadas de por medio; eran los únicos que no tomaban tostadas con el café: Sandra siempre necesitaba algo de chocolate entre los bollos y él sólo bebía la amarga sustancia oscura de la taza. Siempre acababan primeros, siempre se iban antes, siempre se reencontraban en la esquina opuesta a la cristalera donde se sentaban sus amigos, dentro, y allí se lanzaban puyas con la mirada, se comían enteros con mordidas de labios, se apresuraban a reír mientras volvían a casa en bus.

Pero ella no aguantaba; y él tampoco.

Y aunque quería ponerle fin, no sabía cómo. Y él, que disfrutaba cada radiación de calor que ella desprendía ese verano, necesitaba poder besarla y eliminar ese deseo impuro que se quedó colgado meses atrás.

Antes de que el deseo le pervirtiera y ella nunca le tendiera un abrazo salvavidas, Sandra dedujo sus intenciones con cada paso que amagaba. Se calló, guardó en secreto que su interior rugía y que a la vez bostezaba. ¿Qué debía hacer? No podía arriesgarse a un amor equivocado; no podía lanzarse contra la última tarta de la fiesta como si todos estuvieran ya cansados de comer.

En cierto modo si que se divirtió mucho cuando, todos los fin de semana, salían a las diez de la mañana a correr campo arriba y no dejaban de avanzar, de poner los pies sobre la tierra y decir que todo aquello era de ellos. No había más opción que quedarse en la franja que separaba lo políticamente correcto con lo políticamente sexual. Por eso, por todo y por nada, Sandra se arrebujaba más contra sí y su pecho, luchando por no abrir el corazón ante algo que no era viable y compatible con un grupo sanguíneo B+.

La tarde del tercer sábado de mayo se presentó nublada con cielos encapotados y alguna tormenta de verano. Los conflictos sobre películas de terror a seleccionar cada vez crecían con más efusividad, pero Sandra optó por sentarse en su lugar de siempre, con el suelo fresco y sin tener que fundirse con la piel de nadie por el calor infernal que se trasmitía cuerpo a cuerpo en cercanía.

Amores infamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora