¿Si chocamos y me enamoro...? (Parte 2)

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No podía quitarse esa mirada de lástima de la cabeza.

¿Por qué le daba tanta pena a la gente? Había sido mala, estúpida, una despampanante bruja cruel que destrozó la vida sentimental de su hermana.

Mamá de vez en cuando la llamaba y le decía que las cosas parecían ir enfriándose, aunque ya no había vuelto a hablarla como siempre. Era una completa extraña para su familia, y eso le dolía en lo más hondo de su pecho. Y ella que perdía el pulso por todo aquel que le robaba una pena...

Entonces, así de improviso, cuando sabía que los días habían pasado tan fugazmente que ni ella misma había podido aferrarse a ninguna imagen de nada, la imagen de ese abrazo tan misterioso y aturdidor, como un rayo de hielo, hizo que se electrocutara de pura emoción.

Sí que respiró el aroma de su piel, guardado en su memoria, porque sabía que dejándolo allí lo olvidaría, pero llevándose parte de él, le querría en su más dulce intimidad.

No había vuelto a saber nada más de aquel desconocido con el que se chocó y quién le curó el alma y el corazón durante unos segundos tan efímeros que, aunque a ella le parecieron dos siglos protegida entre sus brazos, ni si quiera tuvo el valor de pedirle el número de teléfono para volver a necesitar de su calor, ni si quiera de la suficiencia de amor propio para saber que su nombre podría cuidarle las tardes de cada día doce.

No le había pensado, sí inquietado; pero no hacía más que soñarle, que era mucho más bonito que hacerlo despierta. No dejaba de aguantarse más tiempo en la cama, antes de despertar en su desesperación, soñando con el tacto de su cabello dorado oscuro, ni cómo jugarían sus ojos marrones debajo de las sábanas con las cosquillas tan adictivas y sagaces.

Entonces se quemaba; no podía acercarse tanto a una imagen que había solo ocurrido en dos segundos, porque estaba tan gélida y helada que quemaba. Y otra vez ella se enfriaba con el dolor de lo que su familia usó como excusa de demostrarle de una vez por todas que no merecía la pena.

Pero tampoco debía de ser tan mala si al pedirle al cielo un abrazo se lo diera un completo desconocido y la consolara como un abrigo al alma.

Aún tenía impresas esas marcas en su piel, esos dedos que la moldearon sin que ella se diera cuenta del error que cometía. Esa boca comiéndole el cuello, extasiando sus sentidos. Paseó sus yemas de lava por su clavícula, abrazó sus pechos, recorrió su cuerpo con un torrente de piel y besos, de arena y miel, de hierro y miedo. Como tocando la crin del caballo más bonito, él deshizo sus manos en sus hombros, en su cadera, entre sus piernas. Embrollo de pies y sus correspondientes dedos, de sábanas inútiles que estorbaban, de lenguas indomables que amañaban todos los trucos sucios del sexo.

Y no podía creerse que le gustase. Se arrepentía, pero en los pinchazos de dentro seguía encandilada por esa noche tan fulminante y desquiciante.

Sin atreverse a dar el paso adelante, sobre todo al no creerse capaz de venir a pedir disculpas y otra vez fantasear con su cuerpo chocando compulsivamente con el del hombre que la usó, se quedó allí frenada entre el felpudo y la mirilla, intentando hallar las palabras y la forma de arrodillarse. La forma de decir perdón sin cometer el error de naufragar su dignidad.

El dedo índice tembló antes, durante y después de que el timbre resonara dentro.

Los insultos la acribillaron antes de que abrieran la puerta.

- ¡ERES UNA ZORRA!

Supuso que era mamá quién la frenó a medio rellano, porque papá le abrió la puerta.

- ¿Qué quieres?

Las lágrimas le quemaron la garganta. El nudo en ella impidió que su hielo interno, el de sus sueños, ralentizaran su dolor y fueran una droga contra su debilidad, de esas que no hay en farmacia legal.

Amores infamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora