Bruce se despidió de nosotros desde la cabina de su automóvil negro. Subió la ventana polarizada y partió lejos de nuestro hogar, perdiéndose en la distancia como una mancha borrosa que marcó mi subconsciente.
Cerré la puerta con gentileza, animado por la presencia de Marcela. Llevaba sólo unas cuantas horas sin verla, pero sentía que había transcurrido casi una eternidad. El tiempo se volvió relativo desde que Jack diagnosticó la enfermedad de mi corazón. Un minuto nunca vale tanto hasta que descubres que puede ser el último de tu vida. Y con cada segundo que se esfumaba, la sensación de pérdida me embargaba con más fuerza.
Me encontré con la serena sonrisa de mi esposa, quien me miraba muy atenta, como si estuviese analizándome. Me acerqué a ella para sellar su boca con un beso, pero se apartó con brusquedad y me sujetó de los hombros para mantener la distancia entre nosotros.
—¿Qué sucede? —pregunté confundido.
—De la escala del uno al diez, ¿dime qué tan tonta me consideras?
—N-n-n-o —tartamudeé—, no entiendo a qué te refieres.
Bufó. —¿En verdad crees que me voy a tragar la historia de que llamaste a tu abogado sólo para poner unas acciones a mi nombre? —Negó por lo bajo, aparentemente molesta—.No soy tan estúpida, Daniel.
—Yo no creo eso. —Me acerqué a ella, pero retrocedió dos pasos, haciéndome entender que no quería que la tocara—. Es sólo que —Suspiré con pesadez—, no puedo decírtelo.
—¿No puedes decírmelo? —El tono de su voz reflejó la decepción que mis palabras le causaron. Aparté la mirada de la suya cuando noté la manera en que sus ojos se humedecieron—. ¿Por qué?
Apreté los puños a mis costados, deseoso de revelarle el secreto que llevaba semanas atormentándome. Una simple confesión culminaría con mis noches de sufrimiento y mis días llenos de mentiras, pero las palabras se rehusaban a brotar de mi garganta.
—Porque... —Tragué saliva—, no creo que sea buena idea.
Frotó su rostro con ambas manos. —Bueno, entonces explícame por qué estuviste bebiendo.
—¿Cómo...?
—Crecí con un padre alcohólico, Daniel, puedo reconocer el olor a un kilómetro de distancia. —Enarcó una ceja, intentando disfrazar su melancolía detrás de la furia—. ¿Y bien?
—Lo lamento, es sólo que estoy nervioso, eso es todo.
—Prometiste que no volverías a beber —dijo enfadada.
Hacía tiempo que le había hecho aquella promesa. En mi adolescencia gozaba de las bebidas alcohólicas y los cigarrillos, pero luego de que Marcela volviera a mi vida en la universidad, todo cambió. Me convertí en el mejor hombre que pude para ella, lo que conllevaba la abstinencia a dichas sustancias, pues cuando las consumía a ella le recordaba la vida llena de vicios que llevó su padre. Por ello prometí que no volvería a beber. Sin embargo, la compañía de Bruce y la situación en la que me encontraba, me indujo a poner en riesgo mi salud y mi matrimonio. ¿Qué pasaría si los medicamentos reaccionaban en contra mía? ¿Moriría?
El lejano tic tac del reloj de la sala retumbó contra las paredes de la casa. El silencio entre ambos era casi palpable, podía sentir la tensión de los músculos de mi esposa a pesar de la distancia que nos separaba, pero la tristeza que la embargaba era lo que se incrustaba en mi pecho como una filosa daga. Un puñal que yo mismo clavé al decidir esconderle la verdad.
No era la primera vez que ambos parecíamos desconocernos. La red de mentiras que tejí durante semanas se encargó de separarnos. Cada que ella me preguntaba cómo estaba, le mentía diciéndole que todo iba de maravilla, aunque mi corazón latiese con fuerza y me provocara mareos. Algunas tardes la engañé al decirle que iría con Brais a revisar unos documentos de la oficina, cuando la realidad era que iba con Jack a su consultorio para chequear el ritmo de mis latidos. Estaba viviendo en un torbellino de mentiras, que con cada día iba en incremento, cada día me alejaba más de Marcela. Y no sabía cuánto tiempo más continuaría así.
Se acercó a mí. —¿Qué está pasando Daniel? —Acunó mi rostro con ambas manos y me obligó a mirarla–. ¿Por qué estaba tu abogado aquí? Acaso... ¿acaso quieres divorciarte de mí?
—¿Qué? ¡No! —Me aparté de ella con brusquedad. Su semblante reflejó dolor y tristeza—. Por supuesto que no. —Fue mi turno de tomar su rostro entre mis temblorosas manos—. Yo te amo Marcela, y no está en mis planes alejarme de ti. Nunca.
—¿Entonces qué estás ocultando? —Permanecí callado el tiempo suficiente para que ella continuara con su interrogatorio—: ¿Hay alguien más en tu vida?
Suspiré, exhausto. —No. No debes preocuparte por nada de eso. —Apreté los párpados unos segundos y abrí los ojos con lentitud—. Lo cité para que hiciera mi testamento.
—¿Tu testamento? —Abrió los ojos, sorprendida—. ¿Por qué harías algo así?
Entrelacé los dedos de su mano con los míos y la incité a que me siguiera hacia la pequeña oficina que teníamos al otro extremo de la casa. Durante el trayecto ninguno de los dos se atrevió a hablar, pero podíamos escuchar la respiración agitada del otro. Era como si caminásemos por el sendero de la perdición, un camino sin retorno que nos guiaría al final de nuestros días como pareja, pero ansiaba que todo saliese como lo planeé apenas unos segundos antes.
Nos sentamos en los sillones en los que media hora antes estaba junto con Bruce, contándole acerca de la turbia vida que llevé hasta ese momento. Aún sentía una opresión en el pecho al haber recordado los meses oscuros que pasé en la adolescencia con Marcela para que fuese posible salvarla. Recordar un doloroso pasado sólo consiguió que mi corazón se sintiera más cansado y destrozado.
Acaricié la rodilla de Marcela, quien a su vez frotaba con delicadeza su abultado vientre. Faltaban menos de dos meses para que Lucía naciera, pero la pequeña era muy inquieta y parecía que quería nacer antes de tiempo, lo que preocupada un poco a mi esposa.
—¿Ya me dirás lo que sucede?
Asentí antes de hablar: —Le pedí a Bruce que hiciera mi testamento porque... —Fruncí el ceño, en un vano intento por centrar mi atención en algo que no fuese la mirada confundida de Marcela—, tengo miedo que pueda sucederme lo mismo que a mi padre.
—¿Morir? —preguntó en voz baja.
Volví a asentir. —No sabemos qué puede suceder mañana, y por eso quiero tener todo arreglado por si un día llego a faltarles.
—¿Por qué de pronto comenzaste a pensar en eso?
—Porque me siento inseguro sobre mi salud, porque a veces pienso que moriré sin siquiera poder despedirme de ustedes. —Una lágrima resbaló por mi mejilla—. Porque... tengo miedo de perderte, Marcela.
—No me perderás. —Se lanzó a mis brazos y la estrujé con fuerza contra mi cuerpo, sintiendo su cálida piel sobre la mía. Enterré el rostro en su sedoso cabello, permitiendo que más lágrimas escaparan de mi interior—. Nunca me iré de tu lado, ni siquiera en el peor de nuestros momentos.
—¿Lo prometes? —pregunté, aún escondido entre su cabellera.
—No es necesario hacerlo, aquí estoy.
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Una noche sin oscuridad [2]
RomanceAños después de que Daniel Blair descubriera el diario secreto de su antigua compañera Marcela Rivas, el amor entre ellos sigue intacto. Sin embargo, luego de la muerte del padre de Daniel, él debe hacerse responsable de los negocios familiares, car...