Capítulo 24

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Mis pisadas resonaron sobre el suelo de mármol, creando pequeños ecos en el interior de la casa. El silencio que moraba era abrumador, semejante a una escena de suspenso. La soledad era relativa, pues sabía que en el jardín trasero se encontraba Kobe, quizá luchando contra alguno de sus juguetes, aunque ello no me reconfortaba en lo absoluto.

Dejé mi portafolios a un lado de las escaleras, me quité los zapatos que me lastimaban desde días antes y los abandoné junto con mi corbata en los primeros escalones. Subí con pesar, derrotado por el cansancio y el dolor, fue hasta ese momento en que todos los sentimientos y quejares me invadieron, haciéndome envejecer cuarenta años en sólo unos segundos. Mi espalda se encorvó, los músculos de mis piernas se contrajeron en calambres, y mis pulmones suplicaban un descanso ante la corta trayectoria que había avanzado. Los párpados me pesaban, ansiaba llegar a la cama y recostarme, a sabiendas de que al estar ahí no podría dormir con la ausencia de Marcela ni su dulce beso en mi mejilla antes de caer en el mundo de los sueños... o pesadillas, en mi caso.

Llegué a la habitación casi arrastrándome, usando la pared como único apoyo para no desvanecerme. Fue entonces que reparé en mi violenta respiración, jadeante e irregular. Me apoyé en el borde de la cama con los nudillos, exhausto. Levanté la vista y me encontré con una imagen aterradora: mi reflejo. Frente a mí se encontraba la silueta de un hombre acabado, de oscuras ojeras, cabello alborotado, piel seca y labios deshidratados; tan delgado, que los pómulos afilados eran sinónimo de enfermedad.

Me erguí y vislumbré una nueva realidad.

Meses atrás, cuando mi padre falleció, se me otorgó el poder de ser el Señor Blair, un título que aborrecía, pero que poco a poco fue consumiéndome. Si me iba en retrospectiva, no sólo mi apariencia fisiológica se transformó, sino que aporté detalles que me llevaron a convertirme en aquello que repudiaba; cambié mi ropa casual por costosos trajes hechos a la medida, el cual ahora se veía arrugado e incompleto; en mi vocabulario se hallaban términos que ni siquiera terminaba por comprender; y la placa que colgaba de la puerta de mi oficina me recordaba constantemente en la clase de monstruo convertí, cegado por las cifras que adornaban mi cuenta bancaria.

—Soy un asco —susurré, pero en el silencio mi voz se escuchó como un lastimero grito.

El hombre que se encontraba frente a mí era una vívida y melancólica copia de Enrique Blair, pero con tan sólo veintitrés años de edad. Patético. Quizá era más exitoso, reconocido e importante a comparación de mis compañeros de generación, pero ellos disfrutaban de la vida de acuerdo a nuestra edad. Por mi parte, estaba viviendo una fase para la cual aún me deberían faltar años... Estaba creciendo con desmedida velocidad, y ello conllevaba la cercanía del fin. 

El peso del frasco de medicamentos se incrementó, llevándome de nuevo a encorvarme sobre la cama. Sentía una enorme pesadez en mis extremidades, por lo que resultó casi imposible extraer la pieza que tiraba de mí a la perdición. El contacto del plástico con mis dedos se asemejó a rozar una sustancia ardiente que penetró hasta mis huesos, haciéndome gemir de desesperación. Cada detalle en él, desde el complicado nombre hasta la simpleza de su color café, se reflejaba en mí a manera de náuseas. 

Qué estaba sucediendo, ¿por qué la muerte se aferraba con fuerza a nuestra familia? Primero los padres de Marcela, después Enrique, y ahora el final se cernía sobre Lucía y sobre mí. Una estúpida y egoísta idea cruzó por mi mente, tan desagradable, que quise darme una paliza en ese mismo instante; pero quizá los efectos secundarios de las pastillas me causaban delirios. ¿Y si todo era una clase de karma por la idea suicida de Marcela en la preparatoria? Quizá por salvarse la muerte buscaba venganza con ella de una manera indirecta, llevándose a parte de sus seres cercanos y queridos. 

—¿En qué clase de idioteces estás pensando, Daniel? 

De nuevo levanté la mirada hacia el espejo, aquella vez encontrándome con un reflejo deprimido, ausente de cualquier clase de esperanza. El joven que un día se jactó de su apariencia física, por creerse superior al resto, me miraba con pesar desde la lejanía, suplicante por volver a salir a flote; sin embargo, se veía aprisionado por ataduras que lo arrastraban a un recóndito lugar, uno del cual no pretendía que escapara. 

Una noche sin oscuridad [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora