Capítulo 25

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Volví al hospital acompañado de Beatrice, quien caminaba a mi lado para ayudarme como soporte. La noche anterior fue larga y devastadora, en la que envejecí alrededor de tres décadas. El dolor de mi pecho sólo aumentó, hasta el punto de convertirse en un martirio de muerte; profería quejidos y alaridos que mi hermana no conseguía tolerar; la fiebre y los temblores de mi cuerpo eran de temer, pero me negué a que llamara a una ambulancia. Mi piel se veía pálida, enferma, y las oscuras bolsas debajo de mis ojos denotaban el cansancio que me embargaba. Cada paso que avanzaba era una nueva punzada con la que debía lidiar, intentaba mostrar una faceta de mera fatiga, pero el dolor me lo impedía. 

Entramos al edificio a paso lento, midiendo cada uno de mis movimientos, no quería esforzarme demasiado y agotar la poca energía que conservaba para cuidar de Marcela. La enfermera detrás del escritorio de recepción levantó la vista de la computadora al escuchar el sonido de las puertas corredizas y no tardó en percatarse de mi estado de salud, pues abandonó su lugar y se acercó a nosotros. Sujetándome por el pecho con las manos, inclinó su rostro para ver el mío, inspeccionando a detalle mi turbio semblante. 

 —Haré que traigan una camilla —anunció, haciendo ademán de irse. 

—No. —Me quejé con voz ronca—. No estamos aquí por mí, venimos a ver a mi esposa.

—Pero señor... 

Beatrice la interrumpió, utilizando un tono cortés. —Le agradecemos la atención, pero tenemos que irnos. Ya nos están esperando. 

No pareció convencerle nuestra excusa, pero no había nada que pudiese hacer si nuestro consentimiento. Insatisfecha, volvió a su asiento detrás del escritorio y comenzó a teclear; ahora, sin mirarnos, nos preguntó con qué paciente veníamos; Beatrice se encargó de proporcionar los datos que la enfermera pedía para autorizar el acceso. Se nos otorgó la entrada, haciendo hincapié en que sólo estaba permitido un familiar por habitación. Mi hermana le dedicó una afable sonrisa, teñida de la usual hipocresía de la que era característica, y de nuevo me sujetó con el brazo para ayudarme a avanzar. 

—Gracias —dije en voz baja a falta de aliento.

Se rehusaba a mirarme, centrando toda su atención en las interesantes puertas grises metálicas del elevador. —¿Por qué? 

—Por lo de anoche, y por esto. —Una punzada me atravesó el pecho, pero me obligué a no inmutarme de nuevo frente a ella—. Por guardar mi secreto. 

—Aún no he prometido no decirle a Marcela —comentó con seriedad.

Las puertas del ascensor se abrieron, tiró de mi brazo con gentileza para hacerme avanzar, a sabiendas de lo lento que se estaban volviendo mis reflejos y la falta de capacidad de reacción de mis extremidades. Me recargué sobre una de las barandas del interior e inhalé profundo, cansado. Ella parecía estar tensa, aun así no abandonada su posición a la defensiva, atenta a cualquier tambaleo de mi parte, inclusive cuando pareció distraerse un par de segundos para oprimir los botones correspondientes. Nunca antes había visto a mi hermana tan preocupada por mí, ni siquiera cuando ingresé al hospital luego de la paliza de Alan, el exnovio psicópata de Marcela. 

—Si quisieras, ya lo hubieses hecho —comenté, referente a sus últimas palabras—. Pero sé que no lo harás, porque no quieres entrometerte de nuevo entre nosotros. —Cada palabra era como una tajada en mi garganta. 

Rió. —Ya lo hice una vez y no funcionó, supongo que cuando dos personas se aman no importa lo que suceda, siempre estarán ahí el uno para el otro, ¿no? —comentó con cierta ironía.   

—Cuando te enamores lo entenderás —fue lo único que atiné a decir antes de quedarme sin aliento para conversar. 

Bajamos del elevador en la respectiva planta de las habitaciones privadas, donde se encontraba internada Marcela. Entonces fue el momento de abandonar el soporte que mi hermana me otorgaba y valerme por mí mismo. Me sujeté unos segundos de la pared más próxima para estabilizarme, Beatrice atenta a cualquier señal de peligro, pero conseguí erguirme y andar como si el dolor no estuviese atravesándome cruelmente. Los primeros pasos fueron tambaleantes, torpes; sin embargo, hallé la forma de andar sin demostrar el esfuerzo que ello me costaba. Adopté una postura rígida, casi imponente, como la que estaba acostumbrado a aparentar. 

Una noche sin oscuridad [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora