capitulo 7

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Me despierto con un sobresalto por los pasos de Marcus en el pasillo justo afuera de mi habitación. Estoy acostado en mi cama con los objetos regados a mí alrededor. Sus pasos van alentándose mientras se va acercando a la puerta, y tomo los enchufes y las piezas de placa y los cables y los lanzo de vuelta al cofre, y lo cierro, poniendo la llave en mi bolsillo. Me doy cuenta en el último segundo, mientras el pomo comienza a moverse, que la escultura todavía está afuera, así que la pongo debajo de la almohada y deslizo el cofre debajo de la cama. Entonces me lanzo hacia la silla y la quito debajo del pomo para que mi padre pueda entrar. Cuando entra, mira la silla en mis manos con sospecha. —¿Qué estaba haciendo eso allí? —dice—. ¿Tratas de dejarme afuera? —No, señor. —Esa es la segunda vez que me mientes hoy —dice Marcus—. No eduqué a mi hijo para ser un mentiroso. —Yo... —No puedo pensar ni una sola cosa para decir, así que cierro mi boca y llevo la silla de regreso a donde pertenece, justo detrás de la perfecta pila de libros de escuela. —¿Qué estabas haciendo aquí que no querías que viera? Agarro la parte de atrás de la silla, fuerte, y miro hacia mis libros. —Nada —digo quedamente. —Esas son tres mentiras —dice, y su voz es baja pero tan dura como  una roca. Comienza a ir hacia mí, y retrocedo instintivamente. Pero en vez de alcanzarme, se agacha y saca el cofre de debajo de mi cama, entonces intenta con el cerrojo. No cede. El miedo se desliza en mi estómago como una cuchilla. Tiro del dobladillo de mi camisa, pero no puedo sentir mis yemas de los dedos. —Tu mamá dijo que esto era para sábanas —dice—. Dijo que te daba frío por las noches. Pero lo que siempre me he preguntado es, si todavía tiene sábanas dentro, ¿por qué lo mantienes cerrado? Estira la mano, con la palma hacia arriba, y alza sus cejas hacia mí. Sé lo que quiere, la llave. Y tengo que dársela, porque puede ver cuándo estoy mintiendo; puede ver todo sobre mí. Meto la mano en mi bolsillo, y entonces dejo la llave en su mano. Ya no siento mis palmas, y la respiración está comenzando, la respiración superficial que siempre viene cuando sé que está a punto de explotar. Cierro mis ojos mientras abre el cofre. —¿Qué es esto? —Su mano se mueve por los objetos descuidadamente, moviéndolos de izquierda a derecha. Los saca uno por uno y los mueve hacia mí—.  ¡¿Para qué necesitas esto, o esto…?! Me encojo, una y otra vez, y no tengo una respuesta. No los necesito. No necesito ninguno de ellos. —Esto apesta a falta de moderación —grita, y deja el cofre en el borde de la cama para que así su contenido se esparza por todo el suelo—. ¡Esto envenena esta casa con egoísmo! No puedo sentir mi cara, tampoco. Sus manos chocan contra mi pecho. Me tropiezo hacia atrás y golpeo la cómoda. Entonces lleva la parte de atrás de su mano hacia a su cara para golpearme, y digo, con mi garganta tensa por el miedo:  —¡La Ceremonia de Elección, papá! Se detiene con su mano levantada, y me encojo de miedo, retrocediendo contra la cómoda, mis ojos demasiado borrosos para ver algo. Usualmente no trata de lastimar mi cara, especialmente para días como mañana, cuando tantas personas estarán viéndome, observándome elegir. Baja su mano, y por un segundo pienso que la violencia ha terminado, que la rabia se ahogó. Pero entonces dice:  —Bien, quédate aquí. Me hundo contra la cómoda. Pero lo conozco lo sufriente como para creer que se irá y pensará las cosas y vendrá a disculparse. Nunca hace eso. Regresará con un cinturón, y los golpes que marque en mi espalda serán fácilmente escondidos por una camisa y una obediente expresión de Abnegación.

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