Capítulo 1

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Londres.

James miró fijamente aquel trozo de pan que habían arrojado a su celda, debía ser más pequeño que la palma de su mano, rogó al cielo que ninguna rata pasara por allí a llevárselo, sería la primera vez en dos días que podría llevarse algo a la boca a pesar del hecho que, con solo mirarlo, le recordó la razón por la que estaba allí, atado en aquel sucio, oscuro y mugriento calabozo.

Por un pedazo de pan.

Él no era ningún ladrón, pero llevaba semanas sin comer: acababa de perder a su hermana y por culpa de las lluvias que habían azotado al pueblo había perdido toda su cosecha de trigo, todos habían sufrido por las terribles inundaciones, pero a él le habían arrebatado todo, incluyendo a su hermana, su casa y los pocos animales que tenía; así que hambriento y cansado había acudido con el panadero, él, al verlo con la larga barba y todo mugriento por el lodo lo había confundido con un ladrón y había intentado huir despavorido, sus gritos alertaron a todos los que transitaban por el lugar, James intentó decirle que solo quería algo de comer pero el hombre aterrado de que se tratara de algún vagabundo salvaje, salió corriendo y tropezó a causa de los charcos dispersos por la calle.

Aun podía recordar el horrible sonido de su cabeza al estrellarse contra las rocas del piso, después se había quedado inmóvil.

Los guardias no habían tardado en aparecer atraídos por el griterío de la gente, lo esposaron y lo llevaron directamente allí, a los calabozos más oscuros de la prisión.

Sus muñecas ardían como el mismo infierno cuando apenas las movió un poco para aligerar su peso, podía ver la sangre escurriendo entre los grilletes pero se negó a hacer ni un sonido de protesta mientras cerraba los ojos una vez más para intentar descansar, pero ¿Qué descanso iba a tener? Condenado a diez años por hurtar el pan y veinte más por matar al panadero, aunque ni siquiera había tomado el pan ni había tocado al hombre.

"Ojalá muera antes que eso" pensó.

La ley del rey incluía que todo aquel que estuviera en los calabozos acusado de robo, debía permanecer con las manos encadenadas en lo alto como mínimo veinte horas al día, así que cuando lo desataban se sentía tan débil que apenas podía mover los brazos.

Y solo tenía dos días allí.

Cuando abrió los ojos se clavó su vista de nuevo en el trozo de pan, seguía allí, intacto, si hubiera caído un poco más lejos estaría ya inservible por el charco de aguas de dudosa procedencia que había más allá en su celda; restaban al menos quince horas para que volvieran a soltarle la manos, solo podía pensar en llevárselo a la boca, si tan solo lo liberaran por un minuto...

El horrible sonido de un látigo rompió en el aire, contuvo el aliento, aquello solo podía significar dos cosas: iban a azotar a alguien o traían a alguien nuevo.

-Más les vale guardar silencio, bestias hediondas –gruñó el guardia del calabozo- el primero que abra la boca será llevado al atrio y lo azotaré cincuenta veces.

James no movió ni un músculo, prefería seguir encadenado a recibir azotes, solo le bastó escuchar los gritos de su compañero de celda, que seguía inmóvil e inconsciente, para saber que el dolor debía ser espantoso.

Un silencio sepulcral reinó entre las oscuras mazmorras, incluso aquellos que gritaban de dolor se habían callado obedientemente, él no se atrevía ni a respirar profundo, se limitó a cuidar su comida con la cabeza agachada mientras veía el resplandor de la antorcha del guardia, James escuchó los conocidos y pesados pasos pero también distinguió un ligero repiqueteo que parecía acompañarlo.

Esclavo | Jamie y DakotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora