15. Cuchillos.

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Capítulo quince: Cuchillos

Ariel me abrochó el sujetador con cuidado cuando se lo pedí porque me daba pereza estirarme. Él lo hizo con evidente parsimonia, una parsimonia provocada con la que pudo acariciar mi piel por enésima vez.

Entonces, torciendo un poco la boca, lo miré por encima del hombro.

-Esto queda entre nosotros -me dijo en un susurro.

-No, creo que voy a publicarlo en el periódico. O mejor... Colgar un gran cartel en la entrada del instituto que diga: «Adriana y Ariel han chingado bien duro. Buscan una orgía para la próxima».

Él soltó una carcajada que me hizo reír a mí también.

Lo examiné con ganas. Primero observé su rubio cabello, que recogía en un moño como si fuera un samurái. Era demasiado perfecto para poder considerarlo cachondo. Sus ojos azules brillaban divertidos y su boca se torcía en una sonrisa graciosa. Como decía, demasiado perfecto. Pero igualmente follable.

Miré a través de la ventanilla de mi -también perfecto- coche, y comprobé que seguíamos de madrugada. Después de estar cabalgando, ser cabalgada y otras muchas cosas, habíamos relajado -él el rabo y yo el coño- y solo teníamos ganas de dormir.

-¿Vas a quedarte también aquí conmigo? -pregunté inquisitiva.

-¿Quieres que me vaya?

-Joder, Ariel, sabes perfectamente que te echo otro sin problemas. Pero me estoy muriendo del sueño.

Él sonrió de nuevo y se hizo a un lado para dejar que pasara al asiento de delante. Me senté y suspiré al cruzarme con sus ojos a través del retrovisor.

-Si tu hermana llega a saberlo... -mascullé, y mi estómago se revolvió con solo pensarlo.

-¿Va a examinarte el chichi para saber si follaste con alguien? -dijo con tono socarrón-. Aunque lo haga no sabrá que fui yo.

-¿Y si se te escapa?

Él puso los ojos en blanco.

-No me has violado. Hicimos lo que hicimos porque quisimos.

Tomé una profunda bocanada de aire. Tenía razón. Y yo tenía sueño. Así que, como no tenía ganas de conducir, puse el asiento hacia atrás y me acosté sobre él.

-Creo que es mejor que vayas a dormir a tu camita, príncipe -mascullé con los ojos cerrados.

De pronto, sentí una leve brisa recorriéndome el cuello y supe que él se había inclinado sobre mí. No abrí los ojos. Él dejó un suave beso sobre mis labios y por dentro deseé tener un cuchillo para castrarlo ahí mismo.

Escuché que la puerta del coche se abría y sí, el frío que entró me hizo resoplar y tirar de una manta que tenía debajo del asiento. La puerta se cerró y no lo miré, pero supe que ya estaría dentro de su casa.

Y me quedé dormida.

Cuando abrí los ojos sentí una mezcla extraña de confusión y aturdimiento con ganas de echar otro polvo. Los días de calentura llegaban a asustarme.

Asustarme, pero poco. No tanto como el susto que me llevé -y también la mano al pecho- cuando vi a alguien sentado a mi lado, en el asiento del copiloto. Ese alguien sonrió cuando lo miré a los ojos con cara de horror.

-¿Qué coño haces aquí? ¿Como demonios has entrado? -susurré entre dientes.

-Pasaba por aquí y tenía ganas de verte.

A Axel le brillaron los ojos cuando yo entrecerré los míos.

-Son las seis de la mañana. ¿Piensas que voy a creerme que pasabas por aquí por casualidad? Este barrio está muy a las afueras de la ciudad.

Sonrió.

-¿Prefieres que te diga que te llevo buscando desde las cuatro?

¿Por qué demonios no compré un cuchillo cuando pude?

Puedes Llamarme Hombreriega, MujeriegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora