3. Dos duchas, dos reyes y dos folladores.

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Capítulo tres: Dos duchas, dos reyes y dos folladores.

Me subí las bragas y, ante su atenta mirada, los pantalones.

No acababa de echar un polvo. Acababa de salir de la ducha del vestuario y la entrenadora me esperaba porque me había pasado media hora bajo el agua.

–¿Ahora puedes darme la explicación? –preguntó cuando me acerqué al lavabo para escurrirme el pelo.

Chasqueé la lengua y torcí la boca.

–Debajo del agua se está de puta madre, ¿qué quieres que te diga?

Ella puso los ojos en blanco.

–Esta te la paso porque es la primera vez que lo haces –dijo, y luego, me tendió una goma de pelo para que me lo atase–. La próxima vez no seré tan benévola.

Asentí. No creí que fuese a tratarme tan bien.

El anterior año teníamos a otro entrenador, un racista empeñado en dividir la clase por nuestro color de piel. Por eso en Gimnasia pasé de todo. También me discriminaba a mí. Creí que este año iba a ser lo mismo, pero por lo que vi, la nueva entrenadora no era tan mierda.

–No volverá a ocurrir –mascullé antes de que se marchase.

Al entrar en clase de Historia, temí que el profesor me fuese a dar una segunda ducha.

El tío era de esas personas que te bañaban con solo decirte en qué año nació Janito de Cancún.

Me daba un asco increíble.

Entré en su clase con disimulo, llegaba muy tarde y casi todos me echaron una miradita cuando me senté al final, pero el profesor ni se inmutó. Siguió escupiéndoles a los pobres de la primera fila y quizás también a los de la segunda, mientras yo observaba el buen día que hacía a través del ventanal.

–Qué ganas de echar uno en el parque, ¿no?

Miré al que me había hablado y negué con la cabeza, divertida.

–¿No haces más que pensar en follarme? –pregunté.

Él se encogió de hombros y apoyó la cabeza en la pared que teníamos detrás. Luego posó los pies encima de la mesa y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.

Miré al profesor y torcí la boca. Iba a volver a divagar mirando el cielo, pero tocó el timbre y todo Dios se levantó. Repito: llegamos a ser más animales y no nos dejan entrar ni en el Ikea.

–Mrs. y Mr. Folladores –oí que decía el profesor justo cuando Axel y yo íbamos a salir de la clase.

Lo miramos por encima del hombro, sorprendidos.

–¿Perdona? –dije mirándolo como si acabara de contarme que había practicado en helicóptero con la mascota del instituto.

–¿No es eso lo que sois? ¿No os acostáis con todo el que se os pone por delante?

–¿Tienes algún problema con eso? –pregunté, y sentí la mano de Axel apoyarse sobre mi brazo– ¿Te celas porque no me voy a acercar a ti o porque no puedes ser como Williams?

El profesor me miró sorprendido.

–Vámonos, Adriana –dijo Axel tirando de mí.

–Esta tarde venís al aula de castigos. Esta tarde y las que os quedan de trimestre.

–¡Sueña, amigo! –le grité, mientras sentía cómo el mujeriego tiraba de mí para sacarme de la clase– ¡Soñar es gratis!

Me zafé de las manos de Axel y él cerró la puerta.

–Anda que voy a venir yo aquí cuando tengo que hacer otras cosas –seguí escupiendo mientras me alisaba la camiseta que Axel había arrugado.

Resoplé y caminé con el cabreo aún intacto por el pasillo. Anne se me unió rápidamente, tan rápido como notó que algo había pasado.

–El Llama, que me quiere tener castigada todo el trimestre –mascullé.

Ella puso los ojos en blanco y me tendió una regaliz, que le quité muy velozmente. A ver si relajaba la raja un poco, que últimamente la gente me cansaba muy rápido.

Cosas de las hormonas, supongo.

–Si no le hubieras hablado así no nos castigaba –dijo alguien a mi lado.

Anne y yo miramos a Axel de reojo, y yo solté un bufido.

–Ahora la culpa va a ser mía... –mascullé entre dientes.

–Pues sí, lo es –dijo Axel.

Frené en seco y Anne decidió escabullirse para no presenciar una segurísima pelea.

Miré al arrogante mujeriego a los ojos y le susurré:–¿Por qué no vas a comer chochos por ahí y me dejas en paz?

–Porque solo quiero comértelo a ti.

–No jodas, Williams –contesté–. Quieres comérselo a todo el instituto, aunque nunca vas a tener una lista tan larga como la mía.

Él sonrió.

–¿Ah no? ¿Quieres comprobarlo? –retó.

Iba a dejarlo ahí plantado, quería pasar de él, pero yo siempre fui incapaz de aceptar que no quería apostar nada. Recordé que él era el rey del instituto, que por eso las chicas caían como moscas ante él, y también recordé que mi ambición era inmensa y quería saber qué se sentía al poseerlo todo. O casi todo.

–Dentro de un mes cada uno traerá una lista con los nombres de todos los líos. Si yo tengo más, ocuparé tu puesto.

–Muy bien –contestó–. Si tienes más, eres la nueva reina y dejo que me pruebes. Si yo tengo más, sigo siendo el rey y dejas que te pruebe.

Enarqué una ceja.

–Es lo mismo –repliqué.

–Oohh... ¿Tienes miedo de perder? –masculló con una mirada burlona.

Apoyé el índice sobre su pecho y le clavé los ojos.

–Vas a cagarte –le susurré.

–Prefiero correrme.

–¿Siempre tienes que decir la última palabra?

–Sí, querida. Vas a ser mi nueva Oreo.

Puse los ojos en blanco y me separé de él.

¿Qué coño acabas de hacer, Adriana Carolina Gomez?

Algo estúpido. Muy estúpido. Demasiado estúpido.

Pero ya estaba hecho. Y fuera como fuese, tenía que enseñarle a ese mujeriego que había gente mejor que él.

Puedes Llamarme Hombreriega, MujeriegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora