Chapter 7: Sex on fire

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El sexo es el motor de nuestras vidas. La gente insiste en que el amor es lo más importante pero, nada más lejos de la realidad. Si investigamos un poco comprobaremos que las necesidades básicas del hombre son cuatro: comer, beber, dormir y reproducirse. El amor no es más que un puente para tener sexo ilimitado, un recurso fácil para la gente conformista o poco agraciada que sabe que ha de conformarse con lo primero que encuentre. Afortunadamente ese no es mi caso, teniendo un derroche de amantes a mi disposición, que se esfuerzan para estar a la altura de mis expectativas.

Es más que evidente mi repulsión a cualquier aspecto relacionado con el amor o el cariño desinteresado, todos nos relacionamos con otros por algún tipo de interés, negarlo es de cobardes. Me han tachado de cínico por no apoyar el concepto del amor, concepto que no es más que una ilusión producto del inconsciente colectivo para darle un motivo a nuestra mísera existencia. El sexo, sin embargo, se manifiesta de formas tan dispares que en ocasiones resulta difícil de percibirlo. Cuando compramos un producto en realidad lo que compramos es sexualidad, herramienta empleada a diario en los anuncios para atraer nuestra atención al artículo que nos ofrecen. ¿Películas románticas? ¡Já! No es más que el conflicto entre dos personas con tensión sexual no resuelta y que, una vez llevada a cabo, lo disfrazan de amor. El amor no existe en ninguna de las formas en las que pretenden que nos creamos, ni siquiera en la paternidad...

No tengo demasiados recuerdos de mi infancia, mi cerebro muy inteligentemente los ha bloqueado. Pero si que conservo sensaciones, mezcla de emociones y flashes inconexos que atacan mi mente. El primer recuerdo que tengo es, aparentemente, inocente. Mis padres me compraron un caballo balancín en el que me pasaba las horas montando. Tenía tres años y fue mi primera experiencia con la masturbación. Había visto una película de vaqueros y quise echar a andar al pobre caballo de plástico por lo que, en un desesperado intento, eché mi cuerpo hacia delante con brusquedad para, acto seguido, recuperar mi posición original. Comprobé que el caballo se movió levemente, por lo que repetí aquel gesto con insistencia. Pero poco a poco mi interés porque el caballo se moviese quedó en segundo plano ya que había empezado a notar ciertas cosquillas en el bajo vientre debido a la fricción. A partir de ese día se convirtió en un ritual.

Mi interés por la anatomía masculino apareció un par de años más tarde, muy probablemente con el desarrollo de mi identidad sexual. Es verdad que aún no estaba en mi vocabulario la palabra homosexual, pero sí que sentía un innegable interés por mi mismo género. Esa curiosidad fue resuelta de una manera dramática que cambiaría el curso de mi vida drásticamente. Cada tarde me metía en la ducha con mi padre. En mi mente infante no había nada lascivo en ese hecho, ya que mi madre aún me ayudaba a asearme. Pero por la enferma mente de mi progenitor no había ni un ápice de inocencia, aprovechando mi curiosidad para sus placeres más bajos. Aunque al principio se limitaba a enjabonarme el cuerpo, ese ritual se tornó cada vez más lento, deteniéndose especialmente en mis zonas sensibles. Cuando se cansaba de manosearme, me pedía que hiciese lo mismo con él. No entendía muy bien por qué pero aquello comenzó a incomodarme por lo que traté de ducharme por mi cuenta, sin éxito alguno. A las duchas con mi progenitor se sumaron los besos de buenas noches, besos que me exigía dárselos en la boca. Confiado, comenzó a acariciarme por encima del pijama, luego levantando la camiseta. Me di cuenta que, mientras más resistencia ponía, más se excitaba el muy cabrón, por lo que me quedaba estático dejándole hacer. A partir de que los tocamientos se hiciesen más insistentes y lascivos, mi mente ha ido bloqueando los recuerdos que hasta hace poco han protagonizado mis atroces pesadillas. Pero por más que me esfuerce, jamás lograré olvidar el día que me violó por primera vez. Era mi undécimo cumpleaños y mi madre había comprado una costosa tarta con dibujos por el simple placer de restregarles su puñetero dinero a las madres de mis amigos. Uno a uno fueron desfilando con mis regalos, regalos que no me hacían ninguna ilusión dado que el poder adquisitivo de mi familia me permitía caprichos mucho más lujosos. Mi padre se acercó por la espalda y me susurró que por la noche tendría su regalo, que sería uno muy especial porque ya me había hecho mayor. He de decir que aún conservaba un mínimo de ingenuidad ya que daba por hecho que al ser mi progenitor debía de quererme, por lo que la idea de un regalo para niños mayores me emocionó. Aún siento la ansiedad asfixiándome, el dolor desgarrador y mis gritos acallados por su mano. Creo que incluso me desmayé. Las sábanas manchadas de mi propia sangre fueron testigos mudos de aquel acto repugnante, que volvería a repetirse varias veces por semana hasta mis quince años. Sospecho que mi madre era consciente de las barbaridades que su marido me hacía, pero supongo que su situación de mujer acomodada era mucho más importante que el bienestar de su hijo. Ahora con la distancia podría decir que no le guardo rencor, no podía esperar otra cosa de una perra fría como ella. Mis calificaciones descendieron, me volví huraño y antisocial, receloso de cualquier acercamiento humano que yo percibía como amenazas. Pero, a pesar de mis problemas para relacionarme, las horas que pasaba en el instituto me sentía a salvo de mi padre, pudiendo sentirme más como un chico de mi edad.

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