Tenía veintiún años cuando lo conocí: llevaba el pelo teñido y varios piercings decorando sus orejas. Era fuerte y apuesto, la clase de hombre que me atraía por su aura de chico malo. No voy a mentir diciendo que me enamoré de él tras conocerlo en profundidad, lo nuestro fue algo instantáneo, sobrenatural. Cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez se encendió en nuestras entrañas una llama que a día de hoy sigue ardiendo. Había oído hablar de él pero la realidad superaba cualquier expectativa: aquel tipo era algo extraordinario, una mente privilegiada usada para fines poco éticos. Aunque era algo más joven que yo había vivido más de lo que le correspondía para su edad. No era un crío cualquiera jugando a ser narcotraficante, tenía mucha influencia y gracias a la droga manejaba más dinero del que hubiese podido imaginar tener nunca. Aquella combinación mezclada con mi insana adicción a la adrenalina fue una bomba de relojería: cuando me quise dar cuenta estaba envuelto en un viaje sin regreso, estaba saliendo con el narco más peligroso de la Kkangpae*.
Mis padres no eran precisamente ejemplares. Aún recuerdo la primera paliza que me dio mi padre, la primera de muchas, dejando cicatrices irreversibles en mi psique. Esa dinámica violenta se me grabó a fuego, comenzando a ser un niño problemático en la escuela. Cada puñetazo que daba era una liberación de mi rabia contenida, no soportaba ver a niños con vidas perfectas mientras mi mundo se desmoronaba a diario. Entré en un círculo vicioso de peleas que desembocaban en más palizas de mi padre, y vuelta a empezar. No fue hasta los catorce años cuando me atreví a devolverle los golpes a mi progenitor y, aunque al principio me sentí culpable, el ver cómo se debilitaba ante mi creciente poder me hacía sentir eufórico. No estoy orgulloso de muchas cosas que hice en el pasado pero jamás me arrepentiré de golpear a ese cabrón.
No tardé en entablar amistades poco convencionales, chicos mayores que yo que consumían drogas cada fin de semana. Si ya de por sí me había convertido en una persona violenta, la cocaína no hacía más que potenciar aquella conducta. Me metía en peleas constantemente, por lo que ingresé en un centro de menores. Cuando salí del reformatorio ya era mayor de edad por lo que no tendría que depender más de mi padre. Ocupaba casas abandonadas con mis amigos y nos pasábamos el día metiéndonos toda la droga que pudiésemos. Fue en una de esas casa okupas donde conocí a Sungmin. A pesar de su aspecto desaliñado como el de cualquiera de nosotros, era imposible que pasase desapercibido: sus ojos estaban perfectamente delineados de negro, resaltando aquella retadora mirada que desafiaba a cualquier insensato a que le provocase. Estaba en una esquina, tocando su guitarra con aura misteriosa. Nadie le prestaba especial atención pero no le costó captar mi interés. Pregunté a uno de los chicos quién era y me respondió que un camello. Pero no era cualquier camello, sino la mano derecha de Youngwoon. Entablamos conversación y, gracias a sus asiduas visitas a la casa okupa entablé lo más parecido a una amistad verdadera que había tenido nunca. Ambos teníamos inquietudes musicales y éramos un par de yonkis de la adrenalina. De vez en cuando nos peleábamos por el puro placer de sentirnos vivos: cada golpe que recibía era una señal de que mi existencia no estaba consumida, de que era un ser con vida capaz de hacer algo más que consumir cocaína. Era un sentimiento oscuro y difícil de describir, pero el golpear a alguien me llenaba de vida. Me contó cómo había acabado trabajando para Youngwoon y pronto creció mi interés por el joven narcotraficante que me describía. Necesitaba conocer a ese chico al que llamaban KangIn, quería pertenecer a su círculo y, por suerte, contaba con la ayuda de Sungmin. Me fui de la casa okupa y dejé a aquellos desgraciados sin ningún tipo de remordimiento; aquello no era vida, yo necesitaba acción, peligro. Era consciente de que Minnie habría tenido que convencer a KangIn para reunirnos ya que no solía recibir a desconocidos.
Cuando nos presentamos en el lugar acordado me comían los nervios: si los rumores eran ciertos había ido a encontrarme con uno de los tipos más peligrosos de Seúl. Una silueta se intuyó entre la neblina de aquel Noviembre, una prominente figura que caminaba con pasos firmes aproximándose hacia nosotros. Cuando lo tuve en frente mi respiración se detuvo: era la primera vez que experimentaba lo más parecido al amor. Lo primero que pensé al verle fue en lo mucho que me gustaría acabar en su cama teniendo el sexo más bestial de mi vida. Era un tipo alto, de cejas pobladas que enmarcaban unos feroces ojos oscuros; sus labios gruesos se mantenían unidos, apretando la quijada haciendo parecer que estaba iracundo. Sus manos estaban escondidas en los bolsillos de su chaqueta de cuero y sus piernas se habían quedado estáticas en una posición defensiva. En un primer momento miró a Sungmin y luego posó su recelosa mirada en mí, pero pude verlo, pude ver como su rostro se relajaba levemente dejando entrever el mismo interés que yo sentía por él. Aclaró su garganta para, acto seguido sacar un cigarrillo y llevárselo a la boca. Cada gesto emitido por él era puro magnetismo. Puedo recordar a la perfección cada gesto, cada palabra, cada inquisidora mirada que me dedicó. Era consciente de mi propio atractivo físico, siempre tuve éxito entre las mujeres, así que no me sorprendió especialmente su interés.
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Real Wild Child
FanficAbrirse camino en el mundo del rock no es tarea fácil, pero con la llegada de Sungmin al grupo, parece que la suerte les sonríe. Cuando "Sexo, drogas y Rock & Roll" se convierte en una filosofía de vida. Componentes de la banda: Leeteuk: líder y t...