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Me interceptó antes de entrar al salón, él y un grupo de gente. Sus atuendos lívidos, encendidos, y llevaban los labios color cereza.

- Ahora nos estamos yendo – me miró mientras se recogía el cabello, resbalando oscuro, con un gesto hacia los demás – Vamos.

Pensé una disculpa encogiéndome de hombros, trastabillé sin moverme, agité los brazos mentalmente. Los párpados del sujeto eran como arco iris, tenía las más largas pestañas que hubiera visto en mi vida, y aun así sus iris seguían siendo nubarrones opacos. Sus amigos se habían adelantado; ella no estaba.

Me condujo del brazo hacia el exterior, subimos a su auto con Henry y Marc. Dos cuadras sin hablar, oyendo la misma canción en la radio. El rubio deslizaba una mano por la ventanilla y exhalaba nubes de humo. Atravesamos una nube de veinte minutos y descendimos sobre el cuero rojo de los sillones en el lobby de aquel hotel, con los demás. Todos se servían el vino más espeso que hubiera visto en copas largas y movían la cabeza, asentimiento, distracción, susurros. El volumen de la música me volaba los oídos; Marc intentaba decirme algo, sus rizos escapaban bajo el sombrero, la kabbalah tatuada en el interior de su brazo. Un par de ojos grises se interpuso, un torrente borboteante de la botella a la copa vacía en mis manos.

- Apenas puedo oír nada.

- No importa. Bebe.

Derramó un poco por el borde mientras sujetaba su propia copa con dos dedos, alguien le hablaba. Arrimé al trago, que me quemó la garganta, tan solo en medio de aquellos desconocidos. Rizos continuaba balbuceando pero comencé a dudar que se estuviera dirigiendo a mí y me solté el cabello. Las puntas sobrepasaban mis hombros; vi a través de los mechones que me cayeron sobre el rostro que dos de ellos llevaban una discusión a las manos. O puños. La camarera que nos servía se había sentado sobre las rodillas de un tercero.

Era fácil naufragar por aquellos rostros mientras nadie notaba mi presencia, casi perdido, con la punta de la nariz rozando el vino sustancioso y aquel tapiz psicodélico del hotel metiéndose por mis ojos. No existía la prisa; todo tiempo parecía pasado. La muchacha estaba maquillada horriblemente pero tenía unos ojos hermosos, oscuros, que parecían despojados de vida.

Alguien volvió a llenar mi copa cuando noté que Marc me estaba mirando, con su hablar entre dientes. En la mano libre, ojos grises mordisqueaba mis dedos desapasionadamente, estirado a lo largo del sofá como un gato. Lo único que aceptaban mis oídos embotados era la música, fuerza más estridente del salón.

- ...del arrepentimiento... se dejan a los moribundos...

- ¿Qué?

Su voz se entrecortaba, más risas, gritos, murmullos. Uno de ellos había comenzado a entonar la marsellesa. Él dejó mi mano y me echó su aliento de licor recostado sobre mi hombro. Marc tenía la mirada perdida.

- ¡No hagas caso siquiera de estos hombres tontos y sus desdichas! – ojos grises de perfil, acuosos en la luz blanca – Ellos sienten poco.

- Larguémonos de aquí, ya.

Sus ojos de frente, se volteó hacia mí. Lo decía con total seriedad.

- Están muertos, estos sujetos; no sienten.

 

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