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Colores claros en contraste, deslizándose como amebas, lentamente. Tomando formas y tonalidades hasta convertirse en el jabón líquido en mis manos. Los demás colores aún en movimiento, en haces de luz, etiquetas saturadas. Sus ojotas rastrillando el estrecho pasillo hasta mí.

- Hey – tardé una eternidad en reaccionar; movía una botella de cuello fino frente a mis ojos - ¿No te trae recuerdos? Licor de chocolate...

Fingí una sonrisa, aún tenía el cerebro estancado. Cuando se dio media vuelta, así como había llegado, reparé en la playera demasiado larga que le cubría por completo el short dejando a la vista unas piernas bien blancas. El sombrero rojo había sido idea mía, pensé. Contrasta con sus cabellos negros.

No había ningún orden en la mercadería, aunque sí variedad, como descubrí al dejar el jabón nuevamente en su lugar. El calor burlándose entre las aspas de dos ventiladores de techo en cámara lenta, me oprimía tanto las sienes que por momentos olvidaba por qué estábamos allí. Dejó el sombrero en mis manos.

- ¿Y lo que vas a llevar? Yo me hago cargo de todo – la encontré en la caja registradora, billetera en mano - ¿No? Trevor...

- Lo siento. Esto está bien. Y un Laramie.

Arrimé las cosas que ella había puesto sobre el mostrador, galletitas, papel higiénico, un agua mineral. No me quitaba los ojos de encima.

- Otra vez estás pálido.

Hice una seña a la cajera, una mujer negra que esperaba indecisa para tenderme los cigarrillos. Encendí uno con prisa por salir de allí, uno de los anocheceres más calurosos que recordara. Un letrero medio despintado indicaba los próximos pueblos, la distancia hasta la cabaña. Tenía mi mapa mental desplegado las veinticuatro horas.

Ella subió al coche y encendí el motor, buscando en mi cerebro. Las primeras estrellas se dejaban ver sobre la ruta, tan grabada en nuestras retinas que parecía nunca terminar. Sin árboles, ni casas, ni letreros. Nada más que arena y viento.

- Sylvia. Olvidé el sombrero.

Pisé el freno violentamente, algo crujió. Quizás por eso llevaba dos horas sin hablarme.

- Olvídalo, ya es de noche. Sigamos.

- Pero.

- No tiene importancia.

Su mano descansó en mi hombro, aún sin mirarme. El exterior se disolvía, puro viento, pura arena. Nunca habíamos estado tan en el medio de la nada, dije. O sólo lo pensé. Y el calor apenas nos dejaba respirar, movernos poco, transpirados. En alguna ruta perdida dentro de mi cabeza.

Y su mano. Su mano estaba helada como la de un cadáver.

TelarañasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora