25

2 0 0
                                    

Observé el humo formando líneas a su alrededor y me causó gracia verlos allí perdidos, tan solos. Ni siquiera recordaba qué era lo que buscaba, si es que estaba buscando algo. De vez en cuando alguien cruzaba por la acera de enfrente y las miradas se levantaban apenas, punzadas de curiosidad. Media hora más. El mundo en nuestras manos se caía a pedazos, se recortaba como volutas grises.

Salí a caminar y la noche se tropezó conmigo. Otra vez, arrastré mis miserias por la ciudad, echándole miradas a la luna menguante de vez en cuando. Y sentí aquella presencia; otra vez.

Era imposible arrancarla de mí, de mis itinerarios y mis madrugadas. Venía a mí en las acuarelas, en las sinfonías, en las hojas de papel escrito, en el aire nocturno. Así entraba por mis pulmones y se quedaba un rato allí, observando el entorno con curiosidad a través de mis ojos. Quería que saliera un momento y tomara mi mano, para que caminemos juntos. Pero no me escuchaba; estaba dormida para siempre.

Seguía sintiendo un extraño frío cuando pasé junto al banco donde la lloré por primera vez. ¿Por qué debía ser en esa ciudad? Niños que jugaban, corrían, gritaban. La mañana tan llena de luz como esas catedrales de enormes vitrales. Palomas que se acercaban, picoteando; el tráfico de autos y gente por las aceras. Todo estaba tan lleno de vida, y ella nunca más la respiraría. Todo vibraba, se movía, tenía algún color; ella estaba pálida como el más frío ángel del aire.

Oí los pájaros y supe que amanecía.

TelarañasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora