Los días en la universidad pasaban y con ellos, tardes enteras riendo con Sandra y con María. Daniel había sido bueno con las dos chicas y aunque se podían soportar mientras estaban juntas, se tenían rencor. Daniel lo notaba, pero intentaba que entre ellas surgiera de nuevo la llama de aquella amistad pasada que les había unido durante tantos años.
Una tarde, mientras Daniel estaba de encargado en la biblioteca municipal, el anciano del parque se acercó a él y le dijo con una sonrisa de oreja a oreja: Buenos días. Daniel no sabía si se estaba dirigiendo a él pero saludó al señor respetuosamente.
-Hola,¿Hablaba conmigo?- dijo Daniel dudando.
-Oh, sí!- dijo con entusiasmo el anciano al ver que ya tenía captada la atención del chico- Me dirijo a usted...
-Oh, por favor, no hace falta que me hables de usted- dijo molesto el muchacho.
-Bueno, pues te hablo porque tu cara me recuerda mucho a un conocido mío. Recuerdo que coincidimos en el ejército. ¿Su abuelo se llamaba Agustín Castro?- dijo el anciano dudando.
Daniel se quedó blanco. En ese momento pasaron por su cabeza todas las imágenes del accidente, aquel día en el que se encontró a su abuelo yaciendo en el suelo. No podía respirar, notaba como su corazón se contraía rápidamente, como si su cuerpo no estuviera preparado para volver al mismo infierno en el que había estado tres años atrás.
El anciano le señaló un banco donde sentarse y le explicó cómo había conocido a su abuelo.
Resultó ser que aquel viejo hombre había ingresado en el ejército cerca del año 1940, en plena postguerra. Había coincidido con su abuelo durante la dictadura. El centro de Madrid había sido uno de sus principales focos para charlar y beber vino.
-¿Te acuerdas del banco en el que estaba sentado ayer?- dijo el anciano a Daniel para que hiciera memoria.
Daniel afirmó confuso.
-Bien- prosiguió el señor- pues en ese banco nos tirábamos tardes enteras tu abuelo y yo hablando sobre los planes de nuestro futuro, sobre formar una familia, sobre la dictadura, sobre la vida en general.