Al menos no me habías atado a la cama. Di gracias por eso: las víctimas de las películas siempre están atadas a la cama. Pero, aun así, tampoco era capaz de moverme. Cada vez que cambiaba ligeramente de posición, se me llenaba la garganta de vómito y me daba vueltas la cabeza. Tenía una sábana fina encima y me sentía como si estuviera en mitad de las llamas. Abrí los ojos. Todo me daba vueltas y se retorcía, borroso y de color beis. Estaba dentro de una habitación de paredes de madera: tablones largos sujetos con tornillos en los extremos. La luz me dañaba los ojos.
No te veía por ninguna parte. Con mucho cuidado, volví la cabeza y miré a mi alrededor. Noté el sabor del vómito en la boca; me lo tragué. Tenía la garganta hinchada. Áspera. Inútil.
Volví a cerrar los ojos, intenté respirar hondo. Hice un repaso mental de mi cuerpo: conservaba los brazos, piernas, pies; moví los dedos. Todos funcionaban. Me palpé la tripa; llevaba una camiseta. Tenía las piernas desnudas; los pantalones deportivos habían desaparecido. Pasé la mano por encima de la sábana, después la posé en mi muslo: la piel se me puso caliente y pegajosa casi al instante. Me pasé la mano por encima de la ropa interior y palpé a través de la tela. No sé qué pretendía encontrar ni qué buscaba; sangre, quizá. Carne desgarrada. Dolor. Pero no encontré nada parecido.
¿Me habías quitado la ropa interior? ¿Habías entrado dentro de mí? Si lo habías hecho, ¿por qué te habrías molestado en volver a ponerme los calzoncillos?
—No te he violado.
Me agarré a la sábana y volví la cabeza de golpe buscándote. Aún no veía del todo bien. Estabas detrás de mí, lo supe por el sonido. Intenté arrastrarme hacia el borde de la cama, alejarme de ti, pero todavía no tenía suficiente fuerza en los brazos: me temblaron y me derrumbé sobre las sábanas. La sangre me corría por las venas y casi podía escuchar cómo mi cuerpo comenzaba a reaccionar y se despertaba. Intenté decir algo y conseguí emitir un quejido. Tenía la boca contra la almohada. Oí que dabas un paso adelante, desde dondequiera que estuvieses.
—Tienes la ropa junto a la cama.
Al oír tu voz me estremecí. ¿Dónde estabas? ¿A qué distancia? Abrí los ojos un poco, lo suficiente como para que no me doliera mucho. Junto a la cama había un par de vaqueros nuevos perfectamente doblados, sobre una silla de madera; pero mi abrigo no estaba allí. Las zapatillas tampoco; en su lugar, debajo de la silla había un par de botas de cuero. Eran de cordones, muy prácticas. No eran mías.
Escuché tus pasos y supe que te estabas acercando a mí. Intenté hacerme un ovillo, evitarte. Todo pesaba mucho, las cosas transcurrían lentamente. Sin embargo, la cabeza me funcionaba y se me estaba acelerando el pulso. Estaba en una mala situación: eso lo tenía claro. Pero no sabía cómo había llegado hasta allí ni lo que me habías hecho. Oí el crujido de los tablones del suelo un par de veces más y sentí que el miedo me recorría el pecho hasta la garganta. Un par de pantalones militares de color marrón claro pararon frente a mí; a la altura de los ojos tenía la tela que iba desde tus rodillas hasta la entrepierna, y también unas manchas de tierra rojiza. No dijiste nada, así que lo único que oía era mi propia respiración, cada vez más acelerada. Me agarré al colchón y me obligué a levantar la vista. No paré hasta que te vi la cara. Y me quedé un instante sin respiración. No sé por qué, pero creo que imaginaba que ibas a ser otra persona.
No quería que la cara de aquel que estaba de pie junto a la cama fuese la misma que me había parecido tan atractiva en el aeropuerto. Pero vaya si eras tú: los ojos verdes, el pelo castaño, la diminuta cicatriz. Sólo que esa vez no me pareciste hermoso. Me pareciste malo, sin más. Tenías el rostro inexpresivo; esos ojos verdes parecían fríos. Labios gruesos. Me tapé con la sábana hasta donde pude, dejando al descubierto solamente los ojos para vigilarte. Tenía el resto del cuerpo rígido, helado. Te quedaste allí de pie, esperando a que hablase, esperando a responder mis preguntas.
Cuando te diste cuenta de que no te las iba a hacer, las contestaste igualmente.
—He sido yo el que te ha traído aquí —dijiste—. Las náuseas son por los fármacos. Te sentirás raro durante un rato... Respiración superficial, vértigo, náuseas, alucinaciones...
Mientras hablabas la cara te daba vueltas. Cerré los ojos. Detrás de los párpados tenía estrellas pequeñísimas, toda una galaxia de minúsculas estrellas que daban vueltas y vueltas. Te oí arrastrar los pies hacia mí, acercarte. Intenté hablar.
—¿Por qué? —susurré.
—Tuve que hacerlo.
Cuando te sentaste en el borde, la cama crujió y yo me elevé un poquito. Me eché a un lado. Intenté bajar las piernas al suelo, pero seguían sin obedecerme y el mundo entero parecía estar dando vueltas a mi alrededor. Estaba a punto de resbalar de la cama. Volví la cabeza hacia el otro lado creyendo que iba a vomitar de un momento a otro, pero no pasó nada. Me abracé las piernas; tenía demasiada tensión acumulada en el pecho como para llorar.
—¿Dónde estoy?
Antes de contestar te quedaste callado unos instantes. Te oí respirar hondo y suspirar. Cambiaste de posición y la ropa que llevabas hizo un ruido sordo. Me di cuenta de que no escuchaba ningún otro sonido, en ningún lugar, aparte de los que tú hacías.
—Estás aquí —dijiste—. Estás a salvo.
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𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰
RomanceUn extraño de ojos verdes observa a Louis en el aeropuerto de Londres. El todavía no lo sabe, pero Harry es un joven perturbado que lo ha seguido durante años. De pronto Louis se encuentra cautivo dentro de un territorio desolado del que parece no h...