•Capítulo 8•

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Esa noche, como de costumbre, no conseguí dormir. No era por el calor. Ahí fuera nunca hacía calor por las noches. Y tampoco era por la oscuridad: había abierto la cortina, ansioso por ver la luz de la luna. A medida que el calor se apagaba y las paredes de madera se contraían a mi alrededor, parecía que entre los tablones hubiese lobos aullando... listos para atacar.

Prestaba atención a cualquier ruido, con la almohada colocada de manera que pudiese ver la manilla de la puerta. No me atrevía a volverme, temiendo que esa pequeña acción amortiguara cualquier sonido que se produjese fuera. Los crujidos de las paredes parecían pasos en el pasillo, pasos tuyos, y yo estaba tan rígida que pronto me empezó a doler la cabeza.

La débil llama de una lámpara quemaba junto a mi cama. Si era necesario, podía cogerla y lanzarla tan pronto como esa puerta se abriera con un crujido. Imaginé dónde apuntar: junto al quicio de la puerta, en la madera de la pared, había una mancha negra que quedaba a la altura de tu cabeza.

Estaba bastante seguro de que sería capaz de acertar, pero ¿y después? Seguro que las puertas estaban cerradas y, de todos modos, aunque no fuese así, ¿adónde podía escapar para que no me encontrases? Estabas en la habitación de al lado, a tan sólo unos metros de distancia... Entre nosotros, una delgada pared. Intenté pensar en el instituto, en cualquier cosa que no fueses tú.

Intenté pensar en Anna y en Ben, pensé incluso en mis padres. Pero no sirvió de nada porque siempre volvía a ti. A ti, que estabas allí tumbado. Soñando. Pensando en mí. Te imaginé sobre el revoltijo de mantas, con los ojos abiertos como platos, ideando maneras de matarme.

Quizá te estuvieras tocando, imaginando que lo hacía yo. O quizá estuvieras pegado a una grieta de la pared, observándome mientras yo no sabía si ibas a venir a por mí o no. Puede que eso te gustara. Escuché para ver si oía el roce de tus pestañas contra la madera al parpadear, pero solamente se oían los crujidos de los tablones.

Al final me quedé dormido pero no sé cómo. Debía de estar a punto de salir el sol; mi cuerpo, agotado por la tensión, no pudo más y cedió. Mientras dormía, soñé...

Volvía a estar en casa, aunque en realidad no estaba allí; era como si pudiese ver todo lo que ocurría, pero nadie me veía a mí. Estaba apoyado en la ventana de la esquina de nuestro salón.

Mi madre y mi padre también estaban allí, sentados el uno al lado del otro en el sofá blanco. Había dos agentes de policía hablando con ellos, sentados incómodamente en las sillas que mi madre había traído de Alemania. Había cámaras, gente por todas partes.

Anna también estaba presente, de pie detrás del sofá con la mano posada en el hombro de mi madre. Uno de los agentes se inclinaba hacia delante con los codos apoyados en las rodillas y le lanzaba preguntas a mi madre.

«¿Cuándo vio a su hijo por última vez, señora Tomlinson?»

«¿Ha amenazado Louis alguna vez con escaparse de casa?»

«¿Podría describir la ropa que llevaba su hijo el día de la desaparición?»

Mi madre estaba confundida y miraba a mi padre en busca de respuestas. Pero el agente estaba impaciente y miraba las cámaras malhumorado.

—Señora Tomlinson—empezó diciendo—, la desaparición de su hijo es un asunto importante. ¿Se da cuenta de que va a salir en todos los periódicos?

Al escuchar esto, mi madre se secó los ojos con un pañuelo; incluso consiguió esbozar una pequeña sonrisa.

—Estoy preparado —decía—. Debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano.

Mi padre se enderezó la corbata y alguien los iluminó con un foco potente al tiempo que sacaban a Anna de la imagen.

Intenté chillar para hacerles saber que estaba allí, en el mismo salón que ellos, pero no salió ningún sonido. Me quedé con la boca abierta y el grito se me quedó enganchado en algún lugar del pecho. Entonces sentí como si tirasen de mí hacia atrás, hacia la ventana, y atravesé el cristal como un fantasma. Y de pronto estaba fuera, rodeado del frío aire de la noche.

Me pegué al cristal intentando volver a fundirme con él, dolorido, frío y desesperado por volver a entrar. Sentí que me rodeabas con la fuerza de tu brazo y me llevabas hacia el pecho; sentí tu aliento cálido en la frente.

—Ahora estás conmigo —murmuraste—, nunca te dejaré.

Veía a mi madre suplicar ante las cámaras, llorando mientras las luces se hacían más intensas.

Pero tu olor a tierra me llenó las fosas nasales y tu cuerpo me ahogaba. Tus brazos me rodearon como si fueran una manta y tu pecho, duro como la piedra.

Me desperté sin aliento, intentando atraer aire a los pulmones. Tu olor seguía allí, en la habitación. Presente en todas partes, como el propio aire.

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𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰Donde viven las historias. Descúbrelo ahora