Cuando la luz se convirtió en una penumbra grisácea, te diste media vuelta para entrar en la casa.
—Sígueme —dijiste.
Paraste en la galería que habíamos atravesado al salir de la casa, junto a una hilera de baterías de tamaño industrial. Éstas estaban conectadas a cables que subían en dirección al techo, pasando por varios interruptores. En la estantería que tenías junto a la cabeza había seis lámparas de parafina colocadas en fila. ¿Qué pasaría si tirase una? Me pregunté si el impacto te dejaría sin sentido, cuánto tiempo tendría para escapar. Te agachaste, miraste algo y después accionaste un interruptor.
—Un generador —dijiste señalando las baterías con un gesto de la cabeza—. Con esto tenemos corriente para todo lo que hay en la cocina y el puñado de luces que hay en la casa.
Pero yo seguía mirando las lámparas. Te diste cuenta, cogiste una y me la pusiste entre las manos. La agarré por el centro abultado y la delgada asa de metal vibró contra el cristal. Empezaste a explicarme cómo funcionaba y cuando te volviste para coger otra, la levanté, pero me temblaban los brazos demasiado como para darte con ella. Así que me quedé de este modo, con la lámpara en alto y cara de idiota. Enseguida te diste cuenta de lo que pretendía hacer y en un abrir y cerrar de ojos dejaste la segunda lámpara en la estantería y recuperaste la mía.
—No puedes librarte de mí con eso —dijiste, y en la comisura de la boca se te dibujó media sonrisa.
Me la quitaste de las manos, la llenaste de parafina y la encendiste. Después me sacaste de la habitación. Llevando la lámpara por delante, me condujiste hasta aquélla donde yo había estado durmiendo.
—Éste es tu cuarto —dijiste, y te acercaste a la cómoda que estaba cerca de la puerta—. Aquí encontrarás sábanas limpias.
Abriste el cajón de abajo y me las mostraste. Entonces abriste los dos siguientes y me enseñaste camisetas de manga corta, de tirantes, pantalones cortos, largos y jerséis. Pasé el dedo por encima de una de las camisetas: era de color beis, muy sencilla, de la talla 36 y parecía nueva.
—Es de tu talla, ¿verdad? —dijiste.
No te pregunté cómo podías saber mi talla, simplemente me quedé mirando la ropa. Todo era de color beis y aburrido; no había marcas, nada remotamente sofisticado. Parecía que lo hubieses comprado todo en un supermercado barato. Me señalaste los dos cajones más pequeños, los de arriba.
—Ropa interior —dijiste, y te echaste hacia atrás. Pero yo tampoco miré dentro.
—Si los quieres, también tengo zapatos y uno o dos trajes. Están en la otra habitación. Son de color verde.
Entorné los ojos. El verde era mi color favorito, ¿cómo podías saberlo? ¿Acaso lo sabías? Te dirigiste hacia la puerta.
—Ven, te enseñaré el resto de habitaciones. —Cuando viste que no te seguía, diste media vuelta y te acercaste a mí, tanto que te olí el humo del cigarrillo en la ropa— Louis, no te voy a hacer ningún daño —dijiste en voz baja.
Te volviste de nuevo y saliste. En la penumbra oí el gemido de las paredes que se contraían a medida que el calor del día se disipaba. Seguí la luz de la linterna hasta la siguiente habitación. Junto a una de las paredes había un camastro bajo y encima había un revoltijo de mantas. A su lado había una mesita de noche; enfrente, un armario pegado a la pared y, junto a él, un baúl de madera.
—Yo duermo aquí, de momento —dijiste.
Evitaste mirarme y yo pasé por alto la manera en que la frase quedaba suspendida, inacabada.
ESTÁS LEYENDO
𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰
RomanceUn extraño de ojos verdes observa a Louis en el aeropuerto de Londres. El todavía no lo sabe, pero Harry es un joven perturbado que lo ha seguido durante años. De pronto Louis se encuentra cautivo dentro de un territorio desolado del que parece no h...