•Capítulo 6•

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Me quedé en la cama y la funda de la almohada se desgastó de tantas lágrimas, las sábanas absorbieron todo el sudor. Todo olía a rayos y yo intentaba moverme lo mínimo. En un momento dado viniste y me cambiaste los vendajes de los pies: para entonces yo estaba mustio, derritiéndome con mi propio calor corporal.

Más tarde me dijiste que esa situación duró solamente un día o dos, pero yo tengo la sensación de que pasaron semanas enteras. Se me hincharon los párpados de tanto llorar. Pensé en maneras de escapar, pero el cerebro también se me estaba derritiendo. Llegué a saberme el techo de memoria, las ásperas paredes, el marco de madera de la ventana.

Me bebía el agua marrón y terrosa que me dejabas al lado, pero solamente cuando no mirabas; y una vez comí algunos de los frutos secos y las semillas que dejaste dentro de un bol, no sin tocarlos primero cautelosamente con la lengua para ver si estaban envenenados. Siempre que entrabas en la habitación, intentabas hablar conmigo; todas las veces la conversación fue bastante parecida.

—¿Quieres lavarte? —me preguntabas.

—No.

—¿Comida?

—No.

—¿Agua? Deberías beber agua.

—No.

Una pausa mientras pensabas qué podía querer.

—¿Quieres salir afuera?

—Sólo si me llevas a algún pueblo.

Aquí no hay de eso.

Una vez, en lugar de salir de la habitación como tenías acostumbrado, suspiraste y te acercaste a la ventana. Me fijé en que el cardenal del ojo había mutado de un azul intenso a un amarillo ictérico; era lo único que me indicaba que había pasado el tiempo. Me mirabas con una arruga atravesándote la frente y de pronto, rápidamente, abriste las cortinas. La luz inundó la habitación y yo me encogí bajo las sábanas.

—Salgamos —dijiste—. Podemos mirar el paisaje.

Yo volví la cara a la luz y a ti.

—La parte de atrás es diferente de la de delante —dijiste—. Vamos.

—¿Me soltarás en la parte de atrás?

Tú negaste con la cabeza.

—No hay adónde escapar —dijiste—. Ya te lo he dicho: lo único que hay es paisaje agreste.

Al final lo conseguiste: asentí. Aunque no lo hice porque tú quisieras salir; fue porque no te creía cuando decías que allí fuera no había nada. Tenía que haber algo: un pueblo en la lejanía o una carretera o aunque fuese un cable de la red eléctrica. No hay ningún sitio que sea únicamente paisaje sin más.

Me desataste los pies. Me quitaste el vendaje y me apretaste la mano contra las plantas de los pies; no me escoció tanto como esperaba. También comprobaste cómo tenía la muñeca: el corte estaba de color rojo amarronado y tenía una costra, pero no había sangre fresca.

Intentaste levantarme de la cama pero te aparté, y una acción tan simple como ésa me hizo temblar. Me estiré hacia el otro lado y bajé de la cama por el lado contrario.

—Puedo yo solo.

—Claro, se me había olvidado —dijiste—: aún no te he cortado las piernas.

Te reíste de tu propio chiste, aunque yo lo pasé por alto. Me temblaban las piernas con tanta fuerza que me costaba mantenerme erguida, pero aun así me obligué a dar un paso. Sentí una punzada de dolor en el pie. Tragué saliva. Sabía que no podía quedarme en aquel dormitorio para siempre.

𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰Donde viven las historias. Descúbrelo ahora