•Capítulo 19•

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Día dieciocho. Cuando me levanté no me estabas esperando, así que abrí la puerta de la cocina y me senté en aquel peldaño improvisado. Me quedé mirando el paisaje de arena y más arena y aún más arena. Esperé, pero no sé a qué. A mi alrededor, el día se hizo más cálido; las moscas me zumbaban alrededor de las orejas y la calima desdibujaba el cielo. Entonces, de pronto, una bandada de cositas diminutas y parlanchinas pasó de largo. Pitaban y hacían ruiditos como si un grupo de niños estuvieran pisando juguetes de goma. Intenté fijarme en los miembros de la bandada y vi que cada uno de ellos era del tamaño de un puño cerrado y tenían el lomo gris y el pico rojo carmesí. Revolotearon alrededor de la casa durante unos minutos y después se fueron a toda prisa hacia Las Separadas. Estuve esperando un buen rato a que regresasen.

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Al día siguiente me estabas esperando.

—Vamos —dijiste.

Te seguí. Empezaba a odiar el silencio de aquella casa, a detestar la depresión pasiva en la queme estaba hundiendo. Pero no te dirigiste hacia Las Separadas, sino que fuiste hacia una de las casetas.

Me quedé un poco rezagada.

—No quiero entrar —dije cuando te paraste junto a la puerta por la que prácticamente me habías empujado la vez anterior.

—Venga —dijiste—, necesito enseñarte una cosa.

Abriste la puerta y entraste, mientras yo me subía al peldaño y miraba desde la entrada. Fuistehasta el otro extremo de la sala y abriste las cortinas; la luz del sol inundó la estancia e iluminóaquella colección de colores: la tierra y las flores y las hojas y la pintura. Al principio parecía un caos, como si todo estuviera esparcido sin más, y escudriñé la caseta con la mirada en busca de cualquier cosa con la que me pudieses herir.

Lo único que vi fue un montón de rocas en una esquina, así que al verte caminar hacia ellas, me puse tenso y me preparé para salir corriendo.

Sin embargo, no cogiste ninguna. Lo que hiciste fue abrir una botella de agua y salpicar unasgotas sobre las piedras. A continuación raspaste algunas partes de la superficie mojada y mezclaste los fragmentos desprendidos en un platillo pequeño, y añadiste más agua hasta formar una pasta de color marrón oscuro.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Pintura.

No muy lejos de donde yo estaba había una cesta de esparto donde había hojas, bayas y flores. Te acercaste, seleccionaste con mucho cuidado unas bayas pequeñas de color rojo y las machacaste hasta formar una pasta. Trabajabas con rapidez y de forma metódica, tomando elementos de tu entorno de diferentes colores y convirtiéndolos en pintura. Empezaba a sentir que el sol me quemaba la nuca, así que entré en la caseta de pintar y me apoyé en la pared, junto a la puerta.

Te sentaste en el suelo y estiraste las piernas desnudas. De detrás de las piedras sacaste unpincel, lo mojaste en una pasta de color oxidado y te pusiste a pintarte el pie. Te dibujaste líneas largas y finas que parecían la textura de la corteza de un árbol. Al concentrarte fruncías el ceño y así, con la cabeza gacha y concentrado en la tarea no me dabas miedo, aunque tampoco dejé de vigilarte con mucha atención. En ese momento casi me creía eso de que no me ibas a hacer nada.

—¿Cuánto tiempo vas a tenerme aquí?

No apartaste la mirada de lo que estabas pintando.

—Ya te lo he dicho —dijiste—. Estás aquí para siempre.

No te creí. ¿Cómo iba a creerte? Si me permitía creer algo así más me valía haberme caídomuerta en aquel mismo instante. Suspiré. Se acercaba el mediodía, el momento en que hacía un calor imposible; el momento en que caminar unos cuantos metros se convertía en una prueba olímpica.

𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰Donde viven las historias. Descúbrelo ahora