•Capítulo 5•

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Durante todo el camino de regreso grité y forcejeé. Te volví a morder. Varias veces. También te escupí. Aun así, no me soltaste.

—Aquí fuera te morirías —rugiste—. ¿Es que no lo ves?.

Te di patadas donde pude, y bien fuerte; en las espinillas y en los huevos y en cualquier parte, pero eso no hizo que me sujetaras con menos fuerza, solamente que me arrastrases con más rapidez. Para ser un tipo tan delgado tenías una fuerza impresionante. Me llevaste a rastras por la arena hasta la casa y yo me dejé caer como un peso muerto, pataleando y chillando como un animal salvaje.

Atravesamos la cocina y me metiste en ese baño tan oscuro mientras yo daba golpes y gritaba e intentaba derribar la puerta a patadas. Pero no sirvió de nada porque la habías cerrado desde fuera.

No había ventana que romper, así que abrí la puerta que había al fondo. Tal como pensaba, allí estaba el retrete. Bajé los dos escalones que me separaban de él; a su alrededor no había tablones de madera, solamente tierra desnuda que me volvió a pinchar los pies. Tampoco había ventanas: las paredes eran tablas gruesas y llenas de astillas con pequeñas grietas entre medio. Hice presión, pero eran muy sólidas, así que levanté la tapa del retrete. Dentro había un agujero largo y oscuro que apestaba a mierda.

Volví a entrar en el cuarto de baño y miré a ver qué había dentro del armario del lavabo. Lancé todo lo que encontré dentro contra la puerta, con todas mis fuerzas. La botella de antiséptico se hizo añicos y salpicó por todas partes; el fuerte olor lo inundó todo. Al otro lado de la puerta, tú caminabas de un lado para otro.

—No hagas eso, Louis —me avisaste—. Lo vas a gastar todo.

Chillé pidiendo ayuda hasta que me dolió la garganta, pero ¿de qué iba a servir? Después de un rato las palabras que pronunciaba se convirtieron en meros sonidos que únicamente trataban de bloquearte a ti. Golpeé la puerta con los brazos hasta que los tuve magullados hasta los codos y las muñecas se me despellejaron. Estaba desesperado. En cualquier momento podías entrar con un cuchillo o una pistola o algo peor. Busqué algo con lo que protegerme; cogí un pedazo de cristal de la botella de antiséptico.

Cuando te apoyaste en ella, la puerta se movió.

—Cálmate —dijiste con voz temblorosa—. No vale la pena.

Te sentaste en el pasillo, delante del cuarto de baño. Lo sé porque podía verte los zapatos a través de la rendija de debajo de la puerta. Me senté y apoyé la espalda contra la pared, oliendo el antiséptico y el olor ácido de los pantalones empapados de orina. Un rato después, oí un suave ruido metálico cuando sacaste la llave del ojo de la cerradura.

—¡Déjame solo! —grité.

—No puedo.

—Por favor.

—No.

—¿Qué quieres?

Yo estaba sollozando, hecha un ovillo. Me froté la sangre de los pies, los rasguños y heridas que me había hecho al correr. Te oí estampar la mano o la cabeza contra la puerta. Escuché tu voz ronca.

—No te voy a matar —dijiste—. No te voy a matar, ¿de acuerdo?

Pero la garganta se me secó aún más. No te creía. Entonces te quedaste callado un buen rato y pensé que quizá te hubieses marchado. Casi prefería oír tu voz que escuchar el silencio. Estaba agarrando el pedazo de cristal de la botella con tanta fuerza que acabé clavándomelo en la palma. Entonces lo acerqué a un rayo de luz que entraba por entre dos tablones de la pared: aquel fragmento contenía diminutos arcoíris y lo hice girar para que uno de ellos me danzara en la palma de la mano. Apreté un dedo contra el borde y apareció una burbuja de sangre.

Sostuve el trozo de cristal encima de mi muñeca izquierda, preguntándome si sería capaz de hacerlo; y luego fui bajándolo poco a poco. Me hice un corte en la piel, de lado a lado, y la sangre empezó a fluir. No me dolía. Tenía los brazos demasiado entumecidos de golpear la puerta. No sangraba demasiado, pero dos gotas cayeron al suelo y yo ahogué un grito, sin acabar de creerme del todo lo que acababa de hacer. Más tarde me dijiste que la culpa fue de los efectos secundarios de los fármacos, aunque yo no estoy segura: justo en aquel momento me sentía bastante resuelta. Quizá prefiriese suicidarme en lugar de esperar a que vinieses a matarme tú. Me cambié el cristal de mano y estiré la muñeca derecha.

Pero entonces entraste. Fue todo muy rápido. La puerta se abrió de golpe y prácticamente al instante me estabas quitando el cristal de la mano y cogiéndome en brazos, rodeándome de tu fuerza. Te di un puñetazo en el ojo y me metiste en la ducha.

Abriste el grifo un poco; el agua tenía un tono marrón y salía a chorros intermitentes que hacían gemir las tuberías. Tenía cosas negras flotando. Mientras la sangre se mezclaba con el agua y formaba un remolino, me arrastré de espaldas hasta la esquina. La verdad es que me gustaba que hubiese agua entre los dos, separándonos. Sentí que era mi aliada.

Sacaste una toalla de mano de una caja que había junto a la puerta y la empapaste con el agua que salía del chorro. Entonces cerraste el grifo y viniste hacia mí mientras yo me pegaba a los azulejos rotos y chillaba una y otra vez que me dejaras en paz. Pero seguías acercándote. Te arrodillaste en el agua e hiciste presión sobre el corte con la toalla, y yo me aparté tan rápidamente que me golpeé la cabeza.

Después de eso, nada.

Cuando me desperté, volvía a estar en la cama de matrimonio con una venda fresca y húmeda en la muñeca. Ya no llevaba los vaqueros y tenía los pies atados a los pies de la cama con una cuerda resistente y áspera, envueltos también en un par de vendas. Tiré para ver si me habías atado muy fuerte y al sentir el dolor, ahogué un grito. Entonces te vi junto a la ventana. Las cortinas estaban ligeramente descorridas y tú mirabas hacia fuera. Vi que fruncías el ceño y tenías el ojo morado, supongo que por cortesía mía. En ese momento, con el sol iluminándote la piel, no parecías un secuestrador. Parecías cansado. El corazón me latía a toda prisa, pero me obligué a mirarte: ¿por qué me habías llevado allí? ¿Qué querías? No cabía duda de que si quisieras hacerme algo, ya lo habrías hecho. Aunque era posible que prefirieses hacerme esperar.

Te diste la vuelta y viste que te miraba.

—No lo vuelvas a hacer —dijiste.

Parpadeé.

—Te harás daño.

—¿Acaso importa? —Mi voz no era más que un susurro.

—Por supuesto que sí.

Me miraste con atención, aunque yo era incapaz de sostenerte la mirada. Era por culpa de tus ojos: son demasiado verdes. Demasiado intensos. Me mirabas casi con preocupación y eso me resultó odioso, así que me tumbé boca arriba y miré el techo. Estaba hecho de curvas de metal.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

Pensaba en el aeropuerto. En mis padres. Me preguntaba adónde había ido a parar el resto del mundo. Por el rabillo del ojo vi cómo negabas con la cabeza lentamente.

—Esto no es Londres —dijiste— ni Vietnam.

—Entonces, ¿dónde estoy?

—Supongo que lo sabrás tarde o temprano.

Apoyaste la frente en las manos y con las yemas de los dedos hiciste una ligera presión sobre las magulladuras que tenías alrededor del ojo. Tenías las uñas muy cortas y sucias. Una vez más intenté soltarme los pies; tenía los tobillos sudados y húmedos, pero no resbalaban lo suficiente como para poder zafarme de las ligaduras.

—¿Quieres un poco de agua? —me preguntaste—. ¿Comida?

Yo negué con la cabeza y sentí que me volvían a brotar las lágrimas.

—¿Qué me va a pasar? —murmuré.

Levantaste la cabeza y me lanzaste una mirada rápida; tus ojos ya no parecían tan gélidos, como si estuvieran en pleno deshielo. Parecían húmedos. Por un instante me pregunté si tú también habías estado llorando. Cuando te diste cuenta de que te estaba observando, volviste la cara. Al final saliste de la habitación y volviste varios minutos más tarde con un vaso de agua. Te sentaste a mi lado y me hiciste beber.

—No te voy a hacer nada —dijiste.

𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰Donde viven las historias. Descúbrelo ahora