•Capítulo 17•

158 12 8
                                    

Encogí las piernas y una delicada brisa levantó algunos granos de arena. Me fijé en la que empezaba a arremolinarse frente a nosotros, unos metros más adelante.

—Háblame de algo, de cualquier cosa: de tu vida en Londres, de tus amigos, ¡de tus padres!

Esa subida repentina de volumen me sobresaltó y me revolví en mi asiento. No quería contarte nada y mucho menos hablarte sobre ellos. Me sujeté las rodillas con los brazos y pensé en qué estaría haciendo mi madre en aquel momento. ¿Estarían destrozados por mi desaparición? ¿Qué habían hecho para conseguir recuperarme? Me abracé las piernas un poco más fuerte, intentando sacarme sus caras de la cabeza.

Durante un rato no dijiste nada, te limitaste a mirar la tierra. Te estuve vigilando por el rabillo del ojo y vi cómo te tirabas de la ceja con el índice y el pulgar. No estabas cómodo, estabas como rondando por el porche y yo sabía en qué estabas pensando: buscabas algo de que hablar, algo interesante que me sacase de mi agujero. Te sudaba el cerebro de tanto esfuerzo. Al final apoyaste los codos en la barandilla y soltaste un suspiro casi inaudible. Hablaste en voz muy baja.

—¿Tan horrible es? —dijiste—. ¿Tan malo es vivir conmigo?

Entreabrí los labios y exhalé aire; esperé al menos un minuto.

—Por supuesto que sí —susurré.

Ahora que lo pienso, quizá esas cuatro palabras escondiesen mucho más... Una especie de necesidad de conectar, de querer usar la voz antes de arriesgarme a perderla por completo. Porque así es como me sentía en aquel momento, con el viento levantando y removiendo la arena: como si también pudiese llevárseme la voz para siempre. Yo mismo estaba desapareciendo con aquellos granos, esparciéndome en la brisa.

Pero oíste mis palabras, por muy bajo que las hubiera pronunciado. Tanto te sorprendieron que prácticamente te caíste del porche. Mientras recuperabas la compostura frunciste el ceño y pensaste en mi respuesta.

—Podría ser peor —contestaste.

Dejaste la frase en el aire. ¿Qué podría ser peor? ¿Morir? Eso no podía ser mucho peor que estar en mitad de ninguna parte, mirando hacia la nada, sin poder escapar jamás. Además, nada me indicaba que no fueses a matarme igualmente. Cerré los ojos para apartar todas esas ideas e intenté recordar la vida en casa. Cada vez se me daba mejor.

Si me tomaba el tiempo suficiente, al final apenas me costaba esfuerzo pasar varias horas imaginando todo lo que solía hacer un día cualquiera, hasta los detalles más minúsculos. Pero no me estabas dejando, no en ese momento, porque enseguida te oí dando toques con la punta de las botas en los balaustres de madera. Los golpes seguían un compás determinado; abrí los ojos.

Así no era como te comportabas de costumbre: normalmente eras sigiloso, como un gato.

—Al menos aquí no hay ciudades —dijiste finalmente—. Ahí fuera... no hay cemento.

—A mí me gustan las ciudades.

Rodeaste la barandilla con los dedos y apretaste.

—En la ciudad nadie es real —me espetaste—. Nada es de verdad.

Me estremecí, sorprendido por tu arrebato de ira.

—Yo la echo de menos —susurré.

Escondí la cabeza entre las rodillas, dándome cuenta por primera vez de que realmente la echaba de menos. Te acercaste un paso.

—Siento lo de tus padres —dijiste.

—Que sientes ¿qué?

—Haberlos dejado atrás, claro. —Te apoyaste en el otro extremo del sofá, observándome con una mirada intensa en esos oscuros ojos verdes—. Me gustaría haber podido traerlos... Si es que eso te hubiese hecho más feliz.

𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰Donde viven las historias. Descúbrelo ahora