•Final•

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Volviste a chasquear la lengua y la camella respondió con un gruñido, se echó atrás y se apartó del coche. Me metiste en el asiento trasero y me apoyaste en un lateral para que tuviese la pierna bien recta; después cerraste la puerta y te vi darle una última palmadita en el cuello a la camella al pasar por delante.

Pisaste el acelerador para que el coche se moviera y las ruedas giraron sobre la arena. Yo mirabaa la camella a través de la ventana y, a medida que el coche se movía, ella echó a trotar. Aceleraste y ella te siguió el paso, galopando a nuestro lado. Apoyé la mejilla en el cristal y pensé cosas; no quería que se quedase atrás, que volviera a estar sola. ¿Cómo iba a encontrar a su manada? ¿Cómo te iba a encontrar a ti?

Al final, te alejaste. Ella tropezó en la arena intentando seguirnos y después frenó hasta trotar y cada vez se quedó más lejos. A medida que nos alejábamos, echó la cabeza atrás y se lamentó.

Yo también quería gemir de aquella manera; de haber tenido energías, lo habría hecho. Me quedé mirándola hasta que se convirtió en una mota diminuta en la distancia y ella se quedó allí de pie, viendo cómo nos alejábamos.

—Adiós —musité.

El coche botaba y resbalaba sobre la arena; de debajo de las ruedas saltaban piedrecitas que rebotaban contra el parabrisas. Tenso, me agarré al asiento: cada viraje y balanceo me provocaba punzadas de dolor por todo el cuerpo.

—Aguanta —dijiste.

Pero me resultaba difícil, y después de un tiempo se me volvieron a cerrar los ojos. Sentí que me hundía en el sillón. El veneno avanzaba por todo el cuerpo y me estaba envenenando calladamente. Se me estaban poniendo las extremidades rígidas, duras, y empecé a soñar que me crecían tanto los pies que salían por la puerta del coche y se me hundían en la arena. La piel se me convirtió en corteza seca y los brazos en ramas. En lugar de dedos tenía hojas suaves que me susurraban cosas. De algún modo, era remotamente consciente de que algo en mí estaba temblando: se me movía el cuerpo de lado a lado, pero no tenía ni idea de cómo. El movimiento no cesaba y de vez en cuando oía que algo me hablaba. El viento o la arena o alguna otra cosa estaba pronunciando mi nombre.

—Louis... Lou —decía—, ya casi hemos llegado.

Pero no me respondía el cuerpo. Intenté sin éxito abrir los ojos; tenía la piel rígida y los dedos se me mecían en la brisa. Entonces sentí que me posabas la mano, fresca y seca, en la mejilla.

—Despierta, Lou —decías—. Por favor, despierta.

Traté de tensar el rostro, forzando los músculos de la frente y esa vez sí lo conseguí. Abrí los ojos. Una rendija, nada más. Sin embargo, era todo lo que necesitaba: te vi. Estabas en el asiento de delante con una mano en el volante y la otra tocándome, girado hacia atrás. Detrás de ti, a través de la ventana, se alzaba una gigantesca montaña de tierra.

—La mina —dijiste.

Volviste a meterme un montoncito de hojas blandas en la boca, pero estas mucho más amargas que las otras.

—Mastica —dijiste—. Tienes que estar despierto.

Te volviste hacia el frente y de pronto el coche dejó de dar tantas sacudidas: habíamos llegado a un camino de tierra, duro y muy desgastado. Cuando pisaste a fondo me di un cabezazo contra la ventanilla y a nuestro alrededor se levantó una nube de polvo. En comparación con el terreno desigual al que me había acostumbrado, era como si el coche estuviese volando, y a medida que nos acercábamos empecé a ver camiones en la cima de la montaña. A su lado había torres y rampas y grandes tolvas de metal. Alrededor de la base había más edificios y polvo blanco flotando en el aire.

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⏰ Última actualización: Dec 22, 2021 ⏰

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