•Capítulo 12•

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No había cadáveres. No había gente muerto. No era más que el interior de una cabaña de madera, con todos aquellos colores.

Y yo sentado en mitad de todo aquello. Había tierra y polvo, plantas y rocas... todo estaba esparcido a mi alrededor. Tenía los brazos cubiertos de sangre; al menos eso es lo que pensé al principio. Todo estaba teñido de rojo, tenía la ropa manchada del mismo color. Me toqué el antebrazo.

No me dolía, nada me dolía. Levanté el brazo y me lo acerqué a la nariz: olía a tierra.

—Es pintura —dijiste—. Está hecha con las piedras.

Rápidamente, me di media vuelta y te vi. Estabas justo entre la puerta y yo, con una expresión absolutamente salvaje; me mirabas apretando los labios con ira. Me lanzaste una mirada tan lúgubre que me eché a temblar. Me arrastré hacia atrás estirando los brazos, buscando algo sólido que interponer entre ambos, pero lo más que pude agarrar fueron algunas flores y agujas de spinifex.

Me alejé hasta dar con la pared y entonces esperé con toda mi atención puesta en ti, en lo que ibas a hacer, hacia dónde te ibas a mover. Jadeaba, el pecho me silbaba. Me preguntaba con cuánta fuerza sería capaz de dar una patada, si podría alcanzar la puerta antes que tú.

Me estabas vigilando. Te habías enfadado mucho más que en cualquier otra ocasión, pero estabas inmóvil como una piedra, toda tu ira contenida en tu expresión. Lo único que quedaba entre nosotros era el sonido de mi respiración, cada vez más acelerada. Apretaste los puños y vi que en el dorso de la mano te sobresalían las venas; tenías los nudillos blancos. Me arriesgué a mirarte la cara.

Cerraste los ojos con fuerza, como si luchases contra algo en tu interior, contra alguna emoción profunda. Rápidamente, pegaste los puños a las mejillas y te apretaste los nudillos contra los ojos.

Gemiste, era un sonido que te venía del fondo del pecho. Pero las lágrimas brotaron de todos modos.

Se te deslizaron por las mejillas en silencio y cayeron desde el borde de la mandíbula. Nunca había visto a un hombre llorar, solamente en la tele; ni siquiera a mi padre, ni por asomo.

Esas lágrimas no casaban contigo, era como si toda tu fuerza se escapase con ellas. Estaba tan sorprendido que sentí menos miedo; respiré hondo y aparté la mirada. Las paredes estaban pintadas con largas franjas de color donde había pegados trozos de plantas, hojas y arena.

Diste un paso en dirección a mí y yo te miré la cara al instante; te pusiste de cuclillas sin acercarte a donde yo estaba, a la parte cubierto de arena y de aquello pegajoso. Te quedaste al borde, mirándolo todo... mirándome a mí. Tus ojos eran de un azul penetrante, y aún parecían salvajes.

—Estás sentado en mi cuadro —dijiste por fin. Te inclinaste hacia delante y tocaste una hoja—. Lo he hecho yo. —Recorriste el borde con la mano, acariciando la arena—. Había formas y dibujos como los del paisaje... —Mientras evaluabas los daños que yo había causado, tu expresión se volvió dura, enfadada. Al final te encogiste de hombros y suspiraste—. Supongo que has hecho un dibujo nuevo... En cierto modo, ahora es mejor. Ahora formas parte de él.

Vi el camino que había trazado al arrastrarme por el suelo, la pintura que había salpicado por todas partes. Me levanté tembloroso y del regazo me cayó un puñado de ramitas. Te miré el rostro, con los ojos enrojecidos y las marcas de las lágrimas; toda esa tensión en la mandíbula.

En ese momento parecías estar loco, como un enfermo mental que no cree en las pastillas. Ensayé frases en la cabeza, intentando averiguar qué decir para salir de aquel sitio sin que te molestases aún más. ¿Cómo podía salir por la puerta sin que perdieses los estribos? ¿Cómo debía uno comportarse frente a un enajenado?

𝘙𝘰𝘣𝘢𝘥𝘰Donde viven las historias. Descúbrelo ahora