CAPITULO 21 - El Retorno al Bosque

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Ese viernes en la noche, todos en la casa fueron a dormir temprano, incluyendo a la pequeña niña. Saldrían a primera hora en la mañana, prácticamente habían pactado salir en la madrugada para aprovechar la luz del día, y evitar el calor del verano sobre la ruta.

Daryl ingresó a su vieja habitación azul, como de costumbre en cada visita a la casa. Merle como un guardián que cuidaba el perímetro, se aseguraba que todas las puertas tuvieran seguro antes de dormir. Desde su cama, con la cabeza apoyada en la almohada escuchó como la puerta de la habitación del matrimonio se cerraba.

No pudo conseguir dormir fácilmente. Su corazón se agitaba cada vez que pretendía cerrar los ojos al recordar que unas horas atrás había besado a Bethany. Evidentemente no descansaría esa noche.

De pronto cerró los ojos volvió a despertar en aquella vieja habitación donde dormía en casa de su tío, al quedar huérfano, cuando su madre murió. -¿Cómo fue que termine aquí? –Se preguntaba, al encontrarse solo en aquella cama, que poseía un colchón viejo que apestaba a perro mojado. En esa casa nadie lo quería y se lo demostraban continuamente, ni su tío, ni su esposa, mucho menos sus primos que eran mayores que él. Sus voces no temblaban al mandarlo a dormir sin cenar, tampoco preguntaban si tenía hambre durante el día, no se molestaban por mandarlo a la escuela, sino que lo hacía ayudado por los vecinos cercanos. Durante las noches lloraba en silencio, en ese cuarto separado de la casa, que antes de su llegada servía como depósito, al recordar lo miserable de su vida. Sin madre, sin padre, al que consideraba muerto, por nunca haber aparecido por él luego de haber enterrado a su madre, y entregado él mismo a su tío. Su pobre madre... había muerto por su maldita culpa, por haberla engañado toda su vida y por no mostrar ni un poco de cariño hacia ella.

Su tortura en esa casa se extendió por tres años, había llegado a aquella cabaña de pueblo al cumplir once. En aspecto no difería mucho a donde vivía anteriormente, pero ésa se encontraba mucho más descuidada. Su manera de olvidarse de la mierda que lo esperaba al regresar allí, era perderse en el bosque al regresar de la escuela. Solía preparar algunas trampas y cazar pequeños animales, los que cocinaba y lograban alimentarlo a falta de comida. Dormía una siesta y solía pensar solitariamente sobre su vida, a orillas del río. Lo hacía no como un niño, ya el rencor que había cultivado en su vida lo hacían sentir como una persona mayor.

Una de las pocas veces que su padre había salido de caza con él fue a la edad de siete años, recodaba aquello porque Merle se encontraba con ellos, era un adolescente rebelde, y recién se introducía en un mundo oscuro, ahuyentado por el derrumbe inminente de esa disfuncional familia. Realmente había sido un cobarde por abandonar a su suerte al pequeño, pero eso lo arreglaría años más tarde. Su padre solía cazar con una escopeta, a la que limpiaba con delicadeza aun estando ebrio, pero también solía llevar una vieja ballesta, rudimentaria, que lograba llenarlo de emoción cada vez que lo dejaba disparar con ella. Ese instrumento era el único símbolo que lograba unirlo con su padre, pero el maldito se la había entregado a su tío en forma de pago, sin importar cuánto la deseaba.

Un día decidió salir de caza con aquel instrumento, observó que nadie estuviera cerca, y la tomó de la pared en la cual se encontraba colgada. Se sintió muy feliz, y salió corriendo por el patio trasero hasta perderse en el bosque. Varias veces repitió la aventura, hasta que un día, mientras dormía en el río, sintió cómo lo jalaban de los cabellos. Su tío lo había descubierto, y no titubeó en arrastrarlo de éstos hacia la casa. Había descubierto la falta del arma. Cuando llegaron a su viejo y terroso cuarto lo abofeteó, pateó e insultó incansablemente. El maldito, era un Dixon, que como tal se encontraba ebrio. Por un momento salió del lugar, y regresó minutos más tarde con un látigo en la mano. Lo tumbó al piso propinándole una patada en el estómago, comenzó a azotarlo sin cansancio, hasta sentir que el líquido tibio y rojo corría por sus carnes. Aunque sus gritos lograban rajar su garganta con un dolor menor que el de su dorso, nadie acudió a socorrerlo. Esa noche, cuando despertó luego de desmayarse por los golpes, se juró que nunca sería un perdedor como el resto de su familia, ya tenía catorce años, y podría huir de esa casa.

En tus Ojos, nuestro Mar | BethylDonde viven las historias. Descúbrelo ahora