Capítulo III

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III

Ayudar a mi familia a mudarse hacia Lakedon fue lo más difícil que había hecho nunca. No por las cosas que había que ordenar, sino, por dejar el lugar que por tantos años fue mi hogar.
Caminé alrededor y toqué suavemente, con tristeza, las paredes de mi habitación.
El espacio hueco hacia que mis pasos y mi voz produjeran un eco en lo que quedaba de mi antigua casa. Me acerqué hasta la ventana sintiendo el aire frío del atardecer. Lejos vislumbré la casa del árbol donde solía encontrarme con Aspen. Sonreí con tristeza... Aspen ya se había casado con Lucy, o al menos, eso me hizo saber mi madre a través de la suya. Se había casado hacía tres semanas. No había podido comunicarme con él luego de mi salida. En realidad, no podía comunicarme con nadie que estuviera dentro de las paredes del palacio y eso significaba no poder hablar ni con Mary, Anne, Lucy y Marlee.
Pero por lo que había conversado con Nicoletta en nuestras últimas cartas, estando allá tendría libertad de poder hacerlo. Viviendo en Illea toda mi correspondencia sería vigilada, y aunque no aguantaba la espera por hablar con mis amigos, no pretendía arriesgar la vida de ninguno de ellos si el Rey llegaba a interceptar alguna de mis cartas.
Me llevé las manos al pecho tratando de apaciguar la tristeza que se acumulaba en mi corazón. Las últimas revistas indicaban que Maxon había tenido que postergar la boda algunas semanas por razones políticas, es decir, ataques. Pero eso no significaba que no sucediera luego. Y definitivamente no quería estar en Illea cuando pasara.

Sentí un eco en el pasillo.

—No será lo mismo sin él...—la voz de mi madre cruzó las paredes como una flecha helada que me congeló la espalda. Me volteé.

—Él lo habría querido—dije. Papá había hecho siempre lo mejor para nosotros. Estaba segura que de haber tenido los medios nos habría sacado de Carolina. No podía sentirme miserable por ayudar a mi madre y hermanos a que se establecieran en un lugar mejor.

Ella se acercó.

—Te ves bellísima —dijo con un suspiro. Sonreí con tristeza. Me acarició la mejilla, acunándola en su mano—. Te ves tan diferente a cuando dejaste esta casa. Luces tan decidida, tan madura...

—Sigo siendo la misma —suspiré. Ella negó con la cabeza.

—La misma hermosa mujer, sí. Ya dejaste de ser una niña —quitó la mano y extrajo de su bolsillo una pequeña cadena dorada. Tomó mi muñeca derecha y la colocó alrededor, justo al lado del brazalete que Maxon me había regalado—. Tu padre quería dártelo para tu cumpleaños, pero dado que no vas a estar...

Elevé la muñeca y contemplé la fina cadena con un dije que tenía forma de estrella de ocho puntas.

—Lo hizo él mismo —interrumpió mamá—. Sé que no podrás recuperar el collar que te dio, pero también sé que estaba orgulloso de ver que te deshacías de él por ayudar a un hombre que había robado por hambre —suspiró y se secó las lágrimas que caían por sus mejillas intentando que no lo notara—. Éste, en cambio, era un símbolo de su fortaleza. Quería regalártelo para tu cumpleaños dieciocho —suspiró aguantando un sollozo—. Pero como ni él ni tú estarán aquí...

Sentí el nudo en mi garganta y abracé a mamá dejando que las lágrimas salieran a caudales. Los extrañaría mucho, muchísimo. Pero al menos podía asegurarme que tendrían una mejor vida, una vida sin preocupaciones, una vida sin temores ni faltas.
Nos separamos y tomó mis manos, me miró de pies a cabeza. Me había colocado un vestido que compré para llegar más presentable a Italia. Era una sola pieza, sencillo, en color crema. No era como los del palacio, pero al menos cumplía su función.

Nos quedamos mirando en silencio. Aunque me había prometido a mí misma no volver a tocar el tema de La Selección de mi madre, necesitaba preguntar algo que no dejaba de darme vueltas en la cabeza.

La Única (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora