Capítulo IV

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IV

Era extraño como sucedían las cosas.
Durante la estadía en el palacio me había acostumbrado a la buena mesa y a comida que jamás en mi vida creí que probaría.
Cuando volví a Carolina todo me sabía diferente, a pesar de tener un poco más de dinero para que mi madre comprara comida de mejor calidad. Sin embargo, ya una vez sobre el avión, los sobrecargos me trataron casi como si fuera su reina. El tipo de verde, que luego me entere se llamaba Giacomo, era el secretario personal de Marizza, la asesora del rey Marco Antonio. El sujeto me habló prácticamente todo el vuelo a pesar de que no le entendí absolutamente nada. Casi no me dejó dormir hasta que se lo tuve que ordenar.
Todavía me costaba acostumbrarme a esa sensación de seudo poder que conllevaba ser una "Lady". Dar órdenes no era lo mío y tener que darlas para que me pudieran escuchar o hacerme un favor simple, era demasiado.

Cuando el avión despegó inevitablemente derramé algunas lágrimas solitarias. Estaba dejando atrás una vida entera. A mi madre, mis hermanos, mis amigos y a Maxon. A medida que íbamos alcanzando altura observé desde lejos las luces de la ciudad de Labrador. Apoyé la cabeza en el respaldo y suspiré sobrecogida. Un sueño terminaba, pero comenzaba otro. Lamentablemente no importaba cuánto me alejara de Illéa, porque de todos modos se sabría la noticia de la boda de Maxon con Kriss, y de ello no podía arrancar. En eso Kenna tenía razón.

Lo sabría tarde o temprano.

No tenía hambre pero comí igualmente. La pasta estaba extraordinaria, así como la copa de champagne y la estúpida tarta de fresas que había de postre. Emití un gemido agudo cuando me la ofrecieron, Giacomo casi arroja a la sobrecargo por una ventana creyendo que me había hecho mal la comida. Tuve que calmarlo intentando explicarme en inglés, pero el sujeto apenas entendía. Por suerte uno de los pasajeros hizo la traducción por mí y evitó que la mujer volara por los aires.

El viaje duró alrededor de doce horas. El avión llegaría directo a Roma donde debía esperar instrucciones. Según las indicaciones de Nicoletta alguien pasaría por mí al aeropuerto.
Desperté ante un sol radiante que chocaba contra el interior de la cabina, realzando sus colores verdes y rojos.
Me asomé por la ventana y contuve la respiración. Había todo un sinfín de parajes verdes y edificios antiguos tan pequeños que desde arriba parecían juguetes.
Cuando el capitán anunció el descenso me aferré con fuerza de los brazos de mi asiento. El viaje había estado demasiado tranquilo para lo que estaba acostumbrada, y eso lo agradecía.

Un cosquilleo me revolvió las entrañas cuando el avión hizo un giro y comenzó a descender con rapidez hasta alcanzar tierra firme.
No me había dado cuenta de cuán nerviosa estaba. El corazón me latía desenfrenado. Me llevé una mano al pecho y por primera vez después de muchos días me pregunté: ¿Qué rayos estaba haciendo?

Al cabo de veinte minutos, cuando el piloto autorizó la salida de los pasajeros, Giacomo me ofreció su brazo para ayudarme a bajar del avión y me cubrió la espalda con su capa a pesar de llevar mi abrigo.

—Sol, pero frío —dijo intentando modular su inglés. Asentí. Había olvidado que en Italia estaban igualmente en invierno.

Con calma y cuidado, me escoltó hasta la plataforma. Un viento gélido azotó la capa, el sol no calentaba nada a pesar de lo radiante.

—Por aquí mi lady —me dijo ansioso.

Comenzamos a caminar por la plataforma detrás del aeropuerto. La corriente de aire entre los aviones casi me quita la capa. Me la ceñí al cuello y miré hacia atrás observando el avión.

—¿Y mis cosas? —pregunté inocentemente, Giacomo rió.

—Ya vienen, ya vienen —dijo jalándome por el brazo. No me quedó hacer más que confiar y que mi escuálida maleta llegara a mis manos.

La Única (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora